Por Patrick Hornbeck
Nota del editor: Patrick Hornbeck es profesor asociado y presidente del Departamento de Teología de la Universidad Fordham. Es coeditor del libroMore Than a Monologue: Sexual Diversity and the Catholic Church
(CNN) — Lo describieron como un “cambio radical” y una “bomba”. Un escritor lo calificó de “cambio asombroso”. Incluso la Campaña por los Derechos Humanos, organización de defensa de la comunidad LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales), anunció un “cambio colosal en Roma”. Por eso fue aún más desalentador que el sínodo de obispos de la Iglesia católica decidiera dar marcha atrás en su sorprendentemente cálido lenguaje respecto a las personas LGBT y sus familiares con lapublicación del acta final de su reunión el sábado 18 de octubre.
También habría sido desalentador que el reporte preliminar no hubiera recurrido a argumentos teológicos que prácticamente habrían garantizado que las parejas homosexuales y sus familiares sigan siendo miembros de segunda en la Iglesia.
Cierto es que el reporte inicial del sínodo recurrió a un lenguaje de apertura que pocos católicos LGBT, sus amigos y aliados habían escuchado del Vaticano. Muchos de los participantes del sínodo aceptaron la orientación hacia los marginados, característica del papado de Francisco. Tanto en el borrador inicial y el acta final del sínodo se reconocieron las bendiciones que se pueden encontrar en las diferentes expresiones de la vida familiar (aunque en la versión final se limitó explícitamente a “la relación estable entre un hombre y una mujer”). Aunque el lenguaje más abierto que se usó en el primer documento del sínodo sobrevivió a las ediciones posteriores, una lectura más cuidadosa nos revela que el marco teológico que se usó para manifestar sus posturas estaba limitado.
Al tomar en cuenta a las familias cuya vida se sale de la norma de la Iglesia, el documento inicial del sínodo se basó en un modelo teológico que el Vaticano desarrolló durante el Concilio Vaticano II, modelo que en un principio se refería al diálogo interreligioso. Pero en este caso, en vez de enseñar que las otras comunidades religiosas solo tienen acceso parcial a la verdad acerca de Dios, el sínodo afirmó que las familias no tradicionales solo reflejan parcialmente las intenciones de Dios respecto a las relaciones humanas.
Estas familias tienen las “semillas de la Palabra [de Dios] que se han esparcido más allá de los límites visibles y sacramentales [de la Iglesia]”, según el documento. Al pensar en ellos, el sínodo señaló que se orientaba “respetuosamente a quienes participan en su vida de forma incompleta e imperfecta”.
Por eso, aunque el lenguaje del desorden intrínseco y el pecado grave (lenguaje que los líderes católicos han usado con frecuencia al referirse a las relaciones homosexuales) estuvo plausiblemente ausente tanto en el borrador inicial como en el acta final, el lenguaje que el sínodo propuso inicialmente sigue relegando a la gente LGBT y a otros a una situación de segunda. Si el sínodo hubiera enseñado que las parejas homosexuales, al igual que quienes viven en otras formas familiares no tradicionales, son teológicamente parecidas a los miembros de otras religiones, hubiera enseñado implícitamente que la única forma en la que la Iglesia los reconocería o recibiría totalmente es convirtiéndose. Tras el Concilio Vaticano II, algunos sectores percibieron que el marco teológico es condescendiente y paternalista. El nuevo marco del sínodo probablemente no resultó mejor.
Las tensiones teológicas que bullían bajo la superficie del borrador original del sínodo podrían explicar mucho sobre la aparente marcha atrás que hemos atestiguado. Ese borrador rodeó sus enunciados positivos sobre la gente LGBT y las parejas homosexuales con calificativos que algunos analistas ignoraron o subestimaron.
Por ejemplo, en el borrador se establece sin lugar a dudas que las relaciones homosexuales “no se pueden considerar en igualdad de condiciones” que los matrimonios heterosexuales y precedió su alabanza al amor sacrificado de las parejas heterosexuales, con la advertencia de que “no negaba los problemas morales relacionados con las uniones homosexuales”. La versión final, que provocó reacciones contradictorias de los participantes del sínodo, fue aún menos abierta: “no existe base alguna para establecer siquiera analogías remotas entre las uniones homosexuales y el plan que Dios tiene para el matrimonio y la familia”.
Muchas personas creen que el sínodo dio marcha atrás respecto a la gente LGBT y las uniones homosexuales. Sin embargo, ese retroceso parece mucho menos radical cuando se consideran las implicaciones totales del muy celebrado documento inicial. En vez de aceptar y celebrar las relaciones homosexuales por ser signos del amor divino y humano que tantas personas (homosexuales, heterosexuales, católicas y no católicas) han encontrado en ellas, ese documento realmente trazó una vía a que esas relaciones se toleren en la Iglesia en el mejor de los casos.
Está claro que al evitar hacer un análisis más profundo de las presunciones sobre el género y la sexualidad que la teología católica ha heredado, los miembros del sínodo no se enfrentaron totalmente a los verdaderos cambios antropológicos, culturales y teológicos colosales que han ocurrido en las pasadas décadas.
Para el resto de nosotros es desafortunado que al habernos apresurado a celebrar los pasos que el sínodo dio la semana pasada hacia una Iglesia más incluyente, tal vez hayamos pasado por alto las presuposiciones teológicas que debieron hacer que nos detuviéramos a reflexionar.
Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Patrick Hornbeck.