Por Felicity Aston
Nota del editor: la exploradora británica Felicity Aston fue la primera mujer en esquiar sola a través de la Antártida y es la autora del libro “Alone in Antartica”, el cual relata las experiencias de su expedición. Ella ha sido honrada por su país con un MBE por sus servicios de exploración y recibió la Medalla Polar de la reina. Puedes seguirla en Twitter en @felicity_aston. Las opiniones expresadas en este comentario son únicamente de la autora.
(CNN) – Los primeros exploradores interplanetarios podrían no ir solos, pero sin duda se estarán aventurando mucho más allá del alcance de nuestra tribu humana.
En 2011, yo misma descubrí qué tan trascendental puede ser esa experiencia cuando una avioneta me dejó en la costa de la Antártida al inicio de un viaje de dos meses para esquiar sola por el continente.
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Mientras el avión de desvanecía lentamente, contemplé mi entorno. De un lado estaba el horizonte plano y blanco de la Barrera de hielo de Ross y del otro, los distantes picos de las montañas Transantárticas. Sabía que en todo ese paisaje yo era el único ser humano… pero muy posiblemente, la única forma de vida. Lejos de las aguas abiertas a 700 km (435 millas) al norte no había vida salvaje… nada de pingüinos, focas, musgo o césped. Solo yo.
Lo más importante era que yo sabía que había requerido de dos aviones, dos depósitos de combustible y más de una semana de compleja logística a fin de llevarme a mi punto de partida. No había probabilidades de que un avión regresara fácilmente por mí.
Por costumbre, inmediatamente empecé mi conocida rutina de expedición, preparando mi kit para empezar a esquiar al día siguiente. Pero mientras trabajaba noté que algo andaba mal. Mi corazón latía rápidamente. Estaba inusualmente torpe. Mis manos temblaban visiblemente. De forma abrupta, me di cuenta de cuál era el problema: estaba aterrada. No estaba aterrada de una lesión personal, o del riesgo de morir en las semanas y kilómetros que tenía por delante, sino estaba aterrada por estar totalmente aislada.
Era la soledad en sí lo que resultaba aterrador y mi subsiguiente viaje de 59 días para esquiar por el continente estaba dominado por mi batalla para lidiar con el impacto del mismo.
Me imagino que los primeros humanos en visitar Marte podrían experimentar un estado similar de conmoción ante la perspectiva de estar apartados de la sociedad humana. Es intrigante preguntarse si podrían haber paralelos entre la psicología involucrada en explorar Marte y explorar la Antártida.
¿Podrían los posibles astronautas que se preparan para realizar prolongadas misiones espaciales por el sistema solar aprender algo útil de experiencias como la mía en la Antártida?
Mientras iniciaba mi expedición más solitaria de todas, tenía el beneficio de más de una década de anteriores viajes polares de los que podía aprender. Además, me había preparado cuidadosamente para el estrés psicológico del aislamiento, ya que había consultado a un especialista en psicología del deporte.
Sin embargo, me tomó por sorpresa el rango de formas en las que la soledad me afectó. Me volví cada vez más sensible. Como no había nadie que contemplara mi comportamiento, permití que mis sentimientos internos se convirtieran en expresión externa sin control. Si me sentía enojada, gritaba. Si me sentía molesta, lloraba.
La auto disciplina se hizo mucho más difícil. Al estar rodeada por otros, tomar atajos arriesgados no es una posibilidad en gran parte debido a la vergüenza de ser descubierta. Pero cuando estás solo, sin nadie que observe tu pereza, la voz de la tentación estuvo siempre presente. Descubrí que ignorar la voz de la tentación implicaba un consumo adicional de energía mental que simplemente no había existido en las expediciones en equipo.
Mi cerebro, privado de cualquier aporte por la ausencia de color, estado o forma en mi mundo en gran medida oscurecido por la tormenta de nieve comenzó a llenar los vacíos creando alucinaciones.
Me sorprendió descubrir que podemos alucinar no solo con nuestro sentido de la vista, sino con todos nuestros sentidos. Yo alucinaba formas extrañas en la penumbra de las tormentas regulares que tomaban la forma de manos flotantes y pequeños hombres calvos sobre dinosaurios, pero también alucinaba olores, sabores y sonidos que parecían muy reales.
Mientras esquiaba, empecé a dirigir mi monologo interno al sol (cuando era visible por el mal clima) y me vi ligeramente perturbada cuando finalmente el sol comenzó a responderme en mi mente. Me enfrenté a un personaje muy definido y aunque sabía a cierto nivel que no era real, el sol jugó un papel importante en mis estrategias para hacerle frente a la situación.
La rutina se volvió cada vez más importante para mí en superar estas respuestas perjudiciales a la soledad. Cuando todo lo demás en mi entorno y en mi experiencia diaria era tan surreal, la rutina se convirtió en el ritmo al cual me aferré. Realizaba todas las tareas exactamente de la misma forma, cada vez que tenía que hacerlas. Repetía las tareas en el mismo orden una y otra vez hasta que llegué al punto en el que apenas tenía que pensar en ellas. Reducir el pensamiento requerido parecía reducir la emoción simultáneamente.
Esto fue a pesar del hecho de que había alguna conexión con el mundo exterior durante mi expedición. Llevaba un teléfono satelital con el que podía llamar a cualquier persona en todo momento desde mi tienda… y sin embargo, en gran medida, decidí no hacerlo.
Me asustaba el estímulo emocional que hablar con mis seres queridos me podría traer, sabiendo que inevitablemente vendría un bajón emocional devastador cuando me veía obligada a terminar la llamada.
La única llamada que estaba obligada a hacer todos los días al coordinador logístico en la Antártida para informarle sobre mi posición se convirtió en nada más que una brusca transferencia de información. Simplemente no podía lidiar con el enredo emocional de incluso la conversación más breve. El cambio entre el total aislamiento y la repentina conexión con otro ser humano era demasiado como para procesarlo emocionalmente.
Y ese, quizás, es el consejo más importante que puedo ofrecerle a los posibles astronautas interplanetarios: prepararse no solo para la respuesta emocional a su tarea, sino para la respuesta emocional también.
Yo especularía que sus preparaciones necesitan permitir una respuesta emocional a la enormidad de lo que están haciendo, la complejidad de la expectativa de casa y lo extraño de su normalidad. Nosotros los humanos somos seres emocionales, lo que significa que con frecuencia reaccionamos en maneras ilógicas e inesperadas.
Cualquier preparación para largas misiones interestelares sería más fuerte por tomar eso en cuenta.
Y por cierto, a pesar de todos los desafíos del tiempo que pasé sola en la Antártida, si aún hay espacios para esa misión a Marte… me encantaría aplicar.