Algunos afectados miran con tristeza sus antiguas casas, en las que se acumulan los escombros (Omar Havana/Getty Images).

(CNN)- El clamor y caos se han disipado para cuando llegamos al único aeropuerto de Katmandú. La loca carrera de las 24 horas anteriores, en esas primeras horas confusas y cacofónicas tras el terremoto de 7,8 grados cerca de la capital nepalí, se había calmado. Ahora, las familias se sientan en campamentos afuera, en espera silenciosa y paciente pero, por ahora, abandonadas.

En el aeropuerto, en el control de pasaportes, nos encontramos con un hombre de Nepal, que no ha podido ponerse en contacto con su familia. Viven en un pueblo a 20 kilómetros del epicentro. También tiene dos primos en el Everest, dice. No tiene manera de comunicarse con ninguno de ellos.

Al salir de la terminal, la devastación es evidente. Es una presentación abrumadora de esta ciudad que hace tres días fue golpeada por el peor terremoto que este país ha experimentado en 80 años.

La cifra de muertos pasa de 4.000 y aumenta, inexorablemente. Al tener en cuenta que muchas zonas rurales, igualmente afectadas pero aisladas y vulnerables, aún tienen que evaluarse, el costo humano es sorprendente.

Al otro lado del pueblo, la estación de autobuses es un enjambre de actividad mientras las multitudes intentan salir de la ciudad con urgencia para llegar a las zonas periféricas tan gravemente afectadas por este terremoto. Las comunicaciones no funcionan y muchísimas personas aquí se sienten desesperadas por llegar hasta donde están sus familias damnificadas y saber cómo están.

La escena se repite en cada estación de servicio, en donde se ven colas interminables de autos Tata fabricados en la India y motocicletas, esperando para llenar sus tanques. La gente está trepando a bordo de los autobuses, en los autos, para intentar llegar lo más lejos posible de esta devastación.

Al permanecer dentro de Katmandú, los vecinos miran con tristeza sus antiguas casas que ahora son pilas de escombros. Visitamos una escuela Montessori, la cual estaba vacía, puesto que los niños habían tenido el sábado libre. Un edificio de siete pisos detrás de ella, sin embargo, albergaba una pequeña iglesia y a una congregación que contaba entre 40 y 50 miembros cuando se produjo la tragedia.

El hijo del pastor Nakul Tamang trepa por una escalera, en busca de una entrada en la fachada en ruinas, buscando rescatar a su padre, sin saber si va a encontrarlo vivo o muerto. Los equipos de rescate lo detienen antes de que llegue a la parte superior. El edificio no es seguro, pero a Tamang no le importa. “Es triste, es difícil”, dice. Seis cuerpos ya han sido sacados de los restos de concreto y acero.

Una estructura de cinco pisos cercana se derrumbó en el lugar que ocupaba. Era de color rosa, con balcones de forja. Ahora está aplastada, reducida a un tercio de su altura y a un montón de escombros y acero reforzado. Una mujer ha sido sacada de los escombros y los equipos de rescate siguen trabajando en un precario hueco excavado dentro de los ladrillos caídos. Los funcionarios le dicen a los espectadores que existe la posibilidad de que los sobrevivientes hayan quedado protegidos en un corredor ya que el edificio cayó a su alrededor.

Un día después del terremoto encontraron a una mujer bajo los escombros. Ilesa, en estado de shock, pero viva. Esta es la esperanza que le da fuerzas a Narayan Gurung: continuar creyendo que su esposa y su hijo de 7 años todavía están vivos. “Corrí hasta aquí después del terremoto. No he dormido durante días”, dice. Los trabajadores excavan cuidadosamente, retirando lentamente los montones de piedras y escombros. Lograron ver el cabello de alguien, pero todavía no pueden llegar al cuerpo o saber si es hombre o mujer.

En dondequiera que hay escombros en esta ciudad, hay presencia policial o militar. Las fuerzas del orden no se están encargando precisamente del orden de las excavaciones, pero evitan que los curiosos se acerquen demasiado o dirigen el tráfico lo mejor que pueden. Por su parte, los espectadores se quedan fríos… se perciben pocas muestras de dolor, no hay sollozos o lamentos, sino más bien un solemne y aturdido sentimiento colectivo de incredulidad.

Tundikhel Park era, hace apenas dos días, un vasto oasis verde dentro de la ciudad y ahora es un revoltijo de tiendas de campaña. Algunos han hecho las suyas, el ejército está haciendo otras. Se armaron graderíos de metal en los que docenas de personas permanecen sentadas, esperando a que se armen tiendas de campaña improvisadas azules en la parte inferior. La gente trae fruta fresca y hay vendedores de agua… aunque es cada vez más difícil encontrar agua potable embotellada. Las personas hacen interminables colas para pedir alimentos y agua.

Hay un hospital de campaña móvil del gobierno aquí, y quienes están siendo tratados esperan con desgano afuera; una colección de manos prensadas, piernas rotas y tobillos vendados. Un niño pequeño fue golpeado por un ladrillo que cayó. “Sentí algo como un fuego y corrí, y después algo me lastimó muchísimo”, dice. “Todavía estoy asustado”.

Y así se sienten todos los demás: aquellos que sobrevivieron aferrándose a sus seres queridos.

Arwa Damon y Gul Tuysuz informaron desde Nepal, mientras que Euan McKirdy escribió desde Hong Kong.