El papa Francisco durante la misa en el Parque Samanes de Guayaquil, Ecuador, el 6 de julio de 2015

El pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar es el primer signo portentoso que se realiza en la narración del Evangelio de Juan. La preocupación de María, convertida en súplica a Jesús: «No tienen vino» —Le dijo— y la referencia a «la hora» se comprenderá después, en los relatos de la Pasión.

Y está bien que sea así, porque eso nos permite ver el afán de Jesús por enseñar, acompañar, sanar y alegrar desde ese clamor de su madre: «No tienen vino».

Las bodas de Caná se repiten con cada generación, con cada familia, con cada uno de nosotros y nuestros intentos por hacer que nuestro corazón logre asentarse en amores duraderos, en amores fecundos, en amores alegres. Demos un lugar a María, «la madre» como lo dice el evangelista. Y hagamos con ella ahora el itinerario de Caná.

María está atenta, está atenta en esas bodas ya comenzadas, es solícita a las necesidades de los novios. No se ensimisma, no se enfrasca en su mundo, su amor la hace «ser hacia» los otros. Tampoco busca a las amigas para comentar lo que está pasando y criticar la mala preparación de las bodas. Y como está atenta, con su discreción, se da cuenta de que falta el vino. El vino es signo de alegría, de amor, de abundancia. Cuántos de nuestros adolescentes y jóvenes perciben que en sus casas hace rato que ya no hay de ese vino. Cuánta mujer sola y entristecida se pregunta cuándo el amor se fue, cuándo el amor se escurrió de su vida. Cuántos ancianos se sienten dejados fuera de la fiesta de sus familias, arrinconados y ya sin beber del amor cotidiano, de sus hijos, de sus nietos, de sus bisnietos. También la carencia de ese vino puede ser el efecto de la falta de trabajo, de las enfermedades, situaciones problemáticas que nuestras familias en todo el mundo atraviesan. María no es una madre «reclamadora», tampoco es una suegra que vigila para solazarse de nuestras impericias, de nuestros errores o desatenciones. ¡María, simplemente, es madre!: Ahí está, atenta y solícita. Es lindo escuchar esto: ¡María es madre! ¿Se animan a decirlo todos juntos conmigo? Vamos: ¡María es madre! Otra vez: ¡María es madre! Otra vez: ¡María es madre!

Pero María, en ese momento que se percata que falta el vino, acude con confianza a Jesús: esto significa que María reza. Va a Jesús, reza. No va al mayordomo; directamente le presenta la dificultad de los esposos a su Hijo. La respuesta que recibe parece desalentadora: «¿Y qué podemos hacer tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Pero, entre tanto, ya ha dejado el problema en las manos de Dios. Su apuro por las necesidades de los demás apresura la «hora» de Jesús. Y María es parte de esa hora, desde el pesebre a la cruz. Ella que supo «transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura» (Evangelii gaudium, 286) y nos recibió como hijos cuando una espada le atravesaba el corazón. Ella nos enseña a dejar nuestras familias en manos de Dios; nos enseña a rezar, encendiendo la esperanza que nos indica que nuestras preocupaciones también son preocupaciones de Dios.

Y rezar siempre nos saca del perímetro de nuestros desvelos, nos hace trascender lo que nos duele, lo que nos agita o lo que nos falta a nosotros mismos y nos ayuda a ponernos en la piel de los otros, a ponernos en sus zapatos. La familia es una escuela donde la oración también nos recuerda que hay un nosotros, que hay un prójimo cercano, patente: que vive bajo el mismo techo, que comparte la vida y está necesitado.

Y finalmente, María actúa. Las palabras «Hagan lo que Él les diga» (v. 5), dirigidas a los que servían, son una invitación también a nosotros, a ponernos a disposición de Jesús, que vino a servir y no a ser servido. El servicio es el criterio del verdadero amor. El que ama sirve, se pone al servicio de los demás. Y esto se aprende especialmente en la familia, donde nos hacemos por amor servidores unos de otros. En el seno de la familia, nadie es descartado; todos valen lo mismo.

Me acuerdo que una vez a mi mamá le preguntaron a cuál de sus cinco hijos —nosotros somos cinco hermanos— a cuál de sus cinco hijos quería más. Y ella dijo [muestra la mano]: como los dedos, si me pinchan éste me duele lo mismo que si me pinchan éste. Una madre quiere a sus hijos como son. Y en una familia los hermanos se quieren como son. Nadie es descartado.

Allí en la familia «se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir “gracias” como expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, a dominar la agresividad o la voracidad, y allí se aprende también a pedir perdón cuando hacemos algún daño, cuando nos peleamos. Porque en toda familia hay peleas. El problema es después, pedir perdón. Estos pequeños gestos de sincera cortesía ayudan a construir una cultura de la vida compartida y del respeto a lo que nos rodea» (Enc. Laudato si’, 213). La familia es el hospital más cercano, cuando uno está enfermo lo cuidan ahí, mientras se puede. La familia es la primera escuela de los niños, es el grupo de referencia imprescindible para los jóvenes, es el mejor asilo para los ancianos. La familia constituye la gran «riqueza social», que otras instituciones no pueden sustituir, que debe ser ayudada y potenciada, para no perder nunca el justo sentido de los servicios que la sociedad presta a sus ciudadanos. En efecto, estos servicios que la sociedad presta a los ciudadanos no son una forma de limosna, sino una verdadera «deuda social» respecto a la institución familiar, que es la base y la que tanto aporta al bien común de todos.

La familia también forma una pequeña Iglesia, la llamamos «Iglesia doméstica», que, junto con la vida, encauza la ternura y la misericordia divina. En la familia la fe se mezcla con la leche materna: experimentando el amor de los padres se siente más cercano el amor de Dios.

Y en la familia —de esto todos somos testigos— los milagros se hacen con lo que hay, con lo que somos, con lo que uno tiene a mano… y muchas veces no es el ideal, no es lo que soñamos, ni lo que «debería ser». Hay un detalle que nos tiene que hacer pensar: el vino nuevo, ese vino tan bueno que dice el mayordomo en las bodas de Caná, nace de las tinajas de purificación, es decir, del lugar donde todos habían dejado su pecado… Nace de lo ‘peorcito’ porque «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). Y en la familia de cada uno de nosotros y en la familia común que formamos todos, nada se descarta, nada es inútil. Poco antes de comenzar el Año Jubilar de la Misericordia, la Iglesia celebrará el Sínodo Ordinario dedicado a las familias, para madurar un verdadero discernimiento espiritual y encontrar soluciones y ayudas concretas a las muchas dificultades e importantes desafíos que la familia hoy debe afrontar. Los invito a intensificar su oración por esta intención, para que aun aquello que nos parezca impuro, como el agua de las tinajas nos escandalice o nos espante, Dios —haciéndolo pasar por su «hora»— lo pueda transformar en milagro. La familia hoy necesita de este milagro.

Y toda esta historia comenzó porque «no tenían vino», y todo se pudo hacer porque una mujer –la Virgen– estuvo atenta, supo poner en manos de Dios sus preocupaciones, y actuó con sensatez y coraje. Pero hay un detalle, no es menor el dato final: gustaron el mejor de los vinos. Y esa es la buena noticia: el mejor de los vinos está por ser tomado, lo más lindo, lo más profundo y lo más bello para la familia está por venir. Está por venir el tiempo donde gustamos el amor cotidiano, donde nuestros hijos redescubren el espacio que compartimos, y los mayores están presentes en el gozo de cada día. El mejor de los vinos está en esperanza, está por venir para cada persona que se arriesga al amor. Y en la familia hay que arriesgarse al amor, hay que arriesgarse a amar. Y el mejor de los vinos está por venir, aunque todas las variables y estadísticas digan lo contrario. El mejor vino está por venir en aquellos que hoy ven derrumbarse todo. Murmúrenlo hasta creérselo: el mejor vino está por venir. Murmúrenselo cada uno en su corazón: el mejor vino está por venir. Y susúrrenselo a los desesperados o a los desamorados: Tened paciencia, tened esperanza, haced como María, rezad, actuad, abrid el corazón, porque el mejor de los vinos va a venir. Dios siempre se acerca a las periferias de los que se han quedado sin vino, los que sólo tienen para beber desalientos; Jesús siente debilidad por derrochar el mejor de los vinos con aquellos a los que por una u otra razón, ya sienten que se les han roto todas las tinajas.

Como María nos invita, hagamos «lo que el Señor nos diga». Hagan lo que Él les diga. Y agradezcamos que en este nuestro tiempo y nuestra hora, el vino nuevo, el mejor, nos haga recuperar el gozo de la familia, el gozo de vivir en familia. Que así sea.

Que Dios los bendiga, los acompañe. Rezo por la familia de cada uno de ustedes, y ustedes hagan lo mismo como hizo María. Y, por favor, les pido que no se olviden de rezar por mí. ¡Hasta la vuelta!