Nota del Editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la Agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en este texto corresponden exclusivamente al autor.
Desde la madurez, la nueva izquierda latinoamericana se aparta de dogmas y prejuicios que, en el pasado, limitaron su radio de acción y disminuyeron su capacidad de convocatoria, aproximándose a expresiones avanzadas del pensamiento político y haciendo suyas categorías universales, entre ellas la democracia.
La relevancia de la democracia radica en sus preceptos y en su práctica, sobre todo en su asociación con el poder. No se trata de cualquier poder, sino del poder del pueblo. No hay acción más revolucionaria y decisiva que la introducción y la defensa de la democracia. Todas las revoluciones se han hecho en su favor y ninguna acción contra ella ha sido jamás progresista.
En las formaciones sociales preindustriales como la esclavitud y el feudalismo, el poder se ejercía de modo despótico y en forma unipersonal; no existían instituciones y la participación política de las mayorías era desconocida. Tampoco se reconocían los derechos humanos, las libertades civiles, ni el acceso a la propiedad y a la iniciativa económica popular.
Entronizada en andas del progreso económico y las revoluciones políticas del siglo XVIII en Norteamérica y Francia y que, mediante las luchas populares, avanzó por Europa y con la independencia trató de extenderse por Hispanoamérica, la democracia introdujo la idea de que el individuo es ciudadano no súbdito y que el soberano es el pueblo y no el rey. La soberanía popular cambió las reglas y los actores del proceso histórico.
En América Latina, la democracia ha florecido en algunos países y momentos. En otros, ha sido aplastada mediante golpes de Estado, en otros cooptada por líderes y gobiernos que no la han honrado. En la mayoría, ha estado secuestrada por las oligarquías nativas que impidieron su desarrollo.
Lo que convierte en revolucionaria a la democracia es su capacidad de empoderar al pueblo.
La democracia asegura la legitimidad del poder, aunque no su eficiencia, la probidad de los gobernantes ni el control de las fuerzas sociales que actúan al margen de las instituciones. Universal por su contenido, es un fenómeno nacional, reiteradamente cooptado por factores externos. La solidez del poder asentado en la soberanía popular proviene de la majestad de la ley, de la inviolabilidad de las constituciones, de la solidez de las instituciones y de la celebración de elecciones abiertas, con sufragio universal.
Los pueblos, conjuntos diversos cuyo núcleo está formado por los trabajadores y las clases medias, productores de la riqueza social, los gerentes, accionistas y dueños de pequeñas y medianas empresas que manejan la economía, la intelectualidad que contribuye a enriquecer la espiritualidad, opera los medios de difusión, reproduce los conocimientos. En conjunto, estos estamentos sociales populares forman las mayorías electorales. Bajo las premisas democráticas, mayoría significa poder.
Con todas sus virtudes, la democracia no puede impedir la presencia de demagogos y oportunistas que la manipulan y la traicionan. De ese juego sucio suele formar parte cierto tipo de oposición que aprovecha las ventajas de la democracia para conspirar contra ella. De la oposición hablaré en otra entrega. Allá nos vemos.