Nota del Editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la Agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en este texto corresponden exclusivamente al autor.
La única guerra necesaria en el Medio Oriente no se ha librado. Es la lucha contra el primitivismo, el despotismo, la ignorancia, la intolerancia, y a favor del laicismo y el ecumenismo. Esa y ninguna otra será “la madre de todas las batallas”.
Muchas personas no comprenden los problemas del Medio Oriente porque no utilizan las herramientas metodológicas apropiadas. Las categorías políticas no son útiles para explicar los fenómenos religiosos y viceversa. En la región predominan dos pares de problemas: (1) Los de naturaleza religiosa y los de índole política. (2) Los nacionales y los generados por la intervención extranjera. La mezcla es letal.
La idea de que sin la intervención de las potencias europeas, principalmente Inglaterra y Francia, y más recientemente Estados Unidos, la región sería la bucólica campiña de los cuentos de “Las mil y una noches”, con cálidos arenales, feraces oasis, y magníficas y ricas urbes, pobladas por beduinos pintorescos y bellas mujeres, es errónea. También lo es la creencia de que la presencia extranjera contribuyó al desarrollo de aquellas civilizaciones.
Antes de que llegara el primer europeo, el Medio Oriente era una región atrasada donde imperaba la pobreza, el despotismo y la corrupción, y cuando salieron de allí los colonialistas, la situación no se modificó sustancialmente. La causa no vino de fuera, sino que es endógena: es el islam, o mejor dicho, su empleo como instrumento de poder y opresión.
No se trata de que el islam sea una mala religión, sino de que es una religión y no una doctrina política. Más o menos lo mismo le hubiera ocurrido a Europa de haber sido gobernada por los papas, los cardenales y los curas, y si, en lugar de por los preceptos liberales y el socialismo, la convivencia social, la jurisprudencia y las estructuras estatales, se rigieran por los dogmas de la fe y por la Biblia. Cuando eso ocurrió se impuso la Inquisición, que penalizó la herejía, silenció voces magníficas, cerró las puertas a la duda, la crítica y la investigación, y frenó el progreso en su conjunto.
La gran revolución de Occidente no fue política sino cultural, no consistió en llevar al poder a la burguesía, sino en la entronización del laicismo que reivindicó a la fe religiosa, promovió la libertad de conciencia y de cultos, y consideró a la espiritualidad como la esencia de la condición humana, pero la separó del poder, que puede ser ejercido por religiosos pero no por la religión.
Al separar la Iglesia del Estado y asumir como legítimos sus dogmas y sus preceptos, incluso sus misterios, proteger a los creyentes, a los agnósticos y hasta a los ateos, el liberalismo, un fenómeno cultural total y una filosofía que no trata de concebir ni rehacer el mundo, sino de indicar cómo debe vivirse en él, creó condiciones para el libre albedrío, el ejercicio de todas las potencialidades humanas, principalmente la razón.
Esa óptica reivindicó los saberes, la pluralidad y la tolerancia, e hizo de la ilustración un bien. De ese modo desbrozó los caminos por donde avanzó la ciencia y la política, reguló la convivencia con el pueblo como soberano y los gobernantes como mandatarios. Mandatario no es el que manda, sino quien ejecuta el mandato que el pueblo le asignó. Un presidente no es una deidad, sino un servidor público, no encarna a la nación, sino que la sirve.
Esos preceptos, entronizados por las grandes revoluciones sociales, permitieron que floreciera la democracia, no alcanzada plenamente en ningún país, pero deseada en todos, con sus protocolos de derechos humanos y sus preceptos morales basados en el ejercicio de las libertades civiles. Nada de eso prosperó en el Medio Oriente, donde el progreso social y cultural y el pensamiento político se congelaron, no porque así lo dictaran los colonialistas, sino porque lo obstaculizaron los caudillos locales.
La única excepción a esa regla la aportó Turquía, la cual, tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, de la mano de Mustafá Kemal Atatürk paulatinamente introdujo el laicismo, el republicanismo y la democracia.
Los movimientos nacionalistas, de liberación nacional o simplemente laicos, que en su día encabezaron Gamal Abdel-Nasser en Egipto, Habib Bourguiba en Túnez, Ahmed Ben Bella en Argelia, Yasser Arafat para los palestinos o Muhammad Reza Pahlavi y Mohamed Mossadeg en Irán, al margen de cualquier consideración circunstancial, constituyeron, a la vez los mejores momentos en la historia política de la región, grandes oportunidades perdidas.
La verdadera guerra en el Medio Oriente se librará contra la ignorancia y promoverá un pensamiento político avanzado que practique la democracia y la pluralidad, respete la fe y el ecumenismo, conceda prioridad a la espiritualidad asentada en valores morales y separe, sin exclusiones mutuas, a la religión del Estado y del poder.
En esa guerra las bombas, que debido a monumentales equívocos estratégicos, han llegado a ser imprescindibles para detener las huestes del Estado Islámico, son inútiles.
Ahora se necesitan grandes alianzas militares. El día después de la victoria se requerirá de movimientos culturales, que respetando identidades y credos, pero sin hacer concesiones al despotismo, inserte a los países y los pueblos del Medio Oriente en el mundo de hoy, que no es perfecto pero no es el de dos mil años atrás. Esa batalla no será contra el islam sino con él.