Doscientas familias de Gardi Sugdub, y otras cien que ya emigraron hace años a Ciudad de Panamá, quieren fundar una comunidad en tierra firme

Nota del editor: Ander Izagirre escribe reportajes y crónicas de temas internacionales. Ha recibido el Premio Europeo de Prensa 2015. También es autor de libros como ‘Cansasuelos’, ‘Plomo en los bolsillos’, ‘Groenlandia cruje’, ‘Regreso a Chernóbil’ o ‘Los sótanos del mundo’.

(CNN Español) – En cuanto soplan vientos fuertes y sube la marea, el océano amenaza con tragarse el archipiélago Gunayala. Veintiocho mil gunas (o kunas) viven en estos islotes coralinos sin relieve, en el Caribe panameño, y trescientas familias tienen ya un plan para trasladarse al continente.

Sin embargo, las obras de las viviendas, el hospital y la escuela que se iban a construir para ellos llevan años paralizadas. Los gunas están pendientes de la evacuación y de la cumbre sobre el cambio climático de París. Los representantes de Panamá reclaman ayudas para amoldarse a un cambio que han producido otros.

Delfino Davies, 44 años, vive en la isla Gardi Sugdub. Es un islote que se recorre a lo ancho en cuatro minutos, a lo largo en dos, que no se levanta más de un metro sobre las aguas, y que está ocupado hasta el último rincón por las cabañas de sus 927 vecinos. No les caben ni los cerdos, explica Davies, y muestra una porquera bien curiosa: los dos cerdos viven sobre las aguas, dos cerdos flacos, de pelaje negro y morro rosa, encerrados en jaulas de troncos que los vecinos construyeron un metro mar adentro, un metro encima del mar.

En esta orilla occidental de la isla, a los cerdos los pusieron en plataformas sobre el mar y las cabañas las construyeron sobre terrenos ganados a las aguas con rellenos de coral, roca y tierra. En noviembre y diciembre, época de vendavales y oleajes, a veces se inundan. Nunca fue tan angustioso como en 2008, cuando el mar entró con furia a la isla.

“A las dos de la noche comenzó la tormenta”, dice Delfino Davies. “Primero hubo truenos, ¿sí?, luego llovió bien fuerte, fuerte, fuerte, sonaba como tambores en los tejados de zinc. Nos despertamos con susto. El viento movía las cabañas. En el centro de la isla no lo sabíamos pero en la orilla oeste las cosas estaban mucho peor. La marea subía y a las cuatro de la noche el mar entró en las cabañas. Las familias de allá vinieron corriendo al centro de la isla, decían que las olas eran como montañas, que estaban tirando las paredes de bambú, que se llevaban flotando los tejados de fibras de palmera. Se destruyeron unas diez casas. Fue peor en otras islas, las que están más afuera. De Coibita vinieron a pedirnos ayuda porque el mar les estaba tapando la isla. Fuimos en barcos a sacarlos de allá”.

Delfino Davies enseña los rellenos que hace su familia, detrás de la cabaña, para ganarle unos metros al océano.

“Primero construimos un muro de rocas en el agua, cinco metros más allá de la orilla, y luego rellenamos ese espacio con más rocas y con tierra, así, bien compacta. Nuestros hijos crecen, se casan, tienen hijos, necesitan una cabaña nueva para su familia. Ahí la construimos, en el relleno, donde antes estaba el mar”.

Durante décadas los gunas utilizaron corales para ampliar sus islas. Ganaron seis hectáreas al mar. Pero aprendieron que el remedio era peor: al desbaratar los arrecifes, se quedaban sin barreras naturales para frenar el oleaje y sufrían peores inundaciones. Los habitantes de algunas islas reclaman al Gobierno la construcción de muros rompeolas.

Un pueblo anfibio

Davies tiene 44 años pero parece un chico que pasea con pantalón corto y sandalias por las callejuelas arenosas de Gardi Sugdub. Es espigado, lampiño, de piel canela y tirante, ojos almendrados, nariz ancha y un bigotito que crece solo en las comisuras de los labios. Pesca jureles en el mar y turistas en la isla para llevarlos al pequeño y atestado Museo de la Cultura Guna -vestidos, flautas, tótems, calaveras de tapires, una tinaja rota por la policía panameña durante la triunfante revolución guna de 1925.

Ese año los indígenas echaron de sus tierras a madereros, bananeros, caucheros, buscadores de oro, pescadores de tortugas, echaron incluso a la policía panameña. Y a partir de 1938 obtuvieron una autonomía muy fuerte. La región autónoma de Gunayala se extiende por 371 islas coralinas del archipiélago de San Blas y por una franja de costa montañosa y selvática, a la que entra una breve carretera, asfaltada hace cinco años. En la costa viven 11 comunidades de gunas, en las islas viven 38, repartidas en una cincuentena de islas. Según el censo panameño de 2010, hay 30.000 gunas en su región… y 40.000 en Ciudad de Panamá. Hace tiempo que emigran.

Los gunas llegaron a este archipiélago caribeño hace siglo y medio, huyendo de los mosquitos: la malaria y la fiebre amarilla castigaban sus aldeas en las montañas. Se vinieron a estas islas planas, puros montoncitos de coral que surgen aquí y allá, dispersos como si alguien hubiera colocado macetas de arena blanca y cocoteros para adornar el océano. No tienen agua dulce ni tierras cultivables. Los gunas llevan por tanto una existencia anfibia: viven en el mar, salen en canoa a pescar jureles, barbos y peces sierra, bucean a pulmón para capturar centollos, pulpos y langostas, llevan turistas a los paraisitos de las islas deshabitadas; pero también pasan a menudo al continente para cultivar maíz, yuca, bananos y hortalizas, para tomar agua de los ríos y hasta para enterrar a sus muertos envueltos en hamacas.

“Mañana tenemos trabajo comunitario. Navegaremos hasta la costa, una persona de cada familia, para limpiar el cementerio”, dice Davies.

En Gardi Sugdub tampoco tienen sitio para tumbas. Las cabañas -y algunas casas de cemento y zinc- se aprietan en hileras de lado a lado de la isla. Hay escuela, biblioteca, centro de salud, sede del congreso local, puesto de la policía fronteriza panameña, hay dos cabinas de teléfonos, antenas parabólicas, placas solares, hay luz eléctrica de seis a once de la noche, un acueducto que trae agua desde el continente. El perímetro de la isla está ocupado por embarcaderos, por pasarelas de madera que conducen a retretes suspendidos sobre el agua, por un par de jaulas de troncos para los cerdos. Las calles, senderos de arena oscura y compacta, parecen siempre abarrotadas por niños, por gatos, por cuadrillas adolescentes que escuchan música en los teléfonos, por mujeres que visten telas de colores, aros en la nariz y pulseras desde los tobillos hasta las rodillas, por hombres que sacan una mesa y juegan al dominó, por más niños, por más gatos.

Casi todas estas personas se inscribieron para abandonar la isla. Doscientas familias de Gardi Sugdub, y otras cien que ya emigraron hace años a Ciudad de Panamá, quieren fundar una comunidad en tierra firme. No olvidan aquel noviembre de 2008 en que las islas permanecieron un par de semanas inundadas, no olvidan los helicópteros que venían a lanzar comida, los barcos que rescataban a los habitantes de las islas más amenazadas. Tras varios meses de debates y negociaciones, en 2010 escogieron un terreno comunitario de 17 hectáreas en la costa, muy cerca de las islas, el Gobierno de Panamá levantó allí los esqueletos de hormigón de un hospital y una escuela, planeó sobre el papel las 65 primeras viviendas, pero luego el proyecto se paralizó. La carretera de acceso a Gunayala es precaria y queda cortada a menudo. El tendido eléctrico más cercano todavía está a 40 kilómetros. El primer dinero presupuestado para las obras se destinó a catástrofes naturales más urgentes en otras regiones. El peligro en Gunayala no parece inminente. El mar sube pero muy despacio.

Muy despacio pero el mar sube. En Panamá, gracias a la construcción del Canal, existen registros de mareas desde 1907. Desde entonces hasta el 2000, el nivel del Caribe panameño subió 2 milímetros anuales. La subida se acelera en las últimas décadas: entre 1970 y 2000 la media fue de 2,4; entre 1993 y 2010, el nivel de los océanos subió 3,2 milímetros anuales.  Según un informe de la organización Displacement Solutions, los biólogos marinos Guzmán, Guevara y Cartillo también constatan que las islas deshabitadas de Gunayala han perdido 50.363 metros cuadrados en treinta años. Y cada una de las islas deshabitadas ha perdido 1.105 metros cuadrados como promedio, a pesar de los rellenos.

¿Es alarmismo?

Los habitantes de Gardi Sugdub empezaron los trabajos para trasladarse al continente. Otras cuatro o cinco comunidades isleñas, incluidas las más pobladas, también son partidarias de hacerlo. Otras empiezan a debatirlo ahora. Pero el asunto no inquieta demasiado. “Si les hablas del aumento del nivel del mar, muchos gunas se ríen. Sobre todo los mayores”, dice Atencio López, presidente del Instituto para la Investigación y Desarrollo de Gunayala. “Siempre hemos vivido así: en noviembre soplan los vientos fuertes, sube el mar, algunas islas pequeñas desaparecen bajo las aguas, hay otras que reaparecen. Siempre ha sido así”.

Atencio López nació hace 54 años en la isla de Dad Naggüe Dubbir. Ahora vive en Ciudad de Panamá, donde ejerce como abogado especialista en derechos de propiedad intelectual. Como ocurre a menudo con los dirigentes gunas, combina dos discursos: los relatos de los ancestros y la retórica del cambio climático. “El calentamiento global lo producen los países industrializados y lo sufrimos nosotros. Nuestros antepasados ya vaticinaron que desapareceríamos bajo las aguas. Si atentamos contra la naturaleza, la abuela Muu nos castigará. La abuela Muu es el mar. Los antepasados también dijeron que desapareceríamos por el fuego, y eso es el calentamiento global explicado con otras palabras. Cuando atacamos a la naturaleza, el fuego y el agua se unen para castigarnos. Nuestros sacerdotes nos lo recuerdan siempre, yo desde niño vengo escuchando el miedo a la inundación”.

Él emigró a Ciudad de Panamá para estudiar y trabajar, como los jóvenes gunas actuales que salen cada vez más a formarse en universidades y que luego encuentran oportunidades fuera de las islas. El motivo principal para marcharse, dice López, es la falta de espacio. “Lo del cambio climático es un añadido, un tema del que empezamos a hablar hace veinte años: se siente que algo va mal en el mundo, que dentro de un tiempo se nos va a venir un problema, que podemos tener alguna catástrofe. Por eso debemos pensar en la evacuación. Yo me inscribí con mi familia: si se construye un pueblo en tierra firme, queremos ir allá. A nuestra región pero a un entorno más seguro y más cómodo”.

¿La preocupación por la subida del nivel del mar es alarmista? Casilda Saavedra es ingeniera civil, profesora en la Universidad Tecnológica de Panamá y ejerce de enlace panameño en el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC): “El calentamiento global es un fenómeno complejo y difícil de prever. Pero la subida del nivel del mar es el efecto más seguro de todos. Los registros lo confirman”, dice. “Lo que pasa es que se trata de un cambio muy gradual, casi imperceptible, y no parece tan urgente tomar medidas”.

Sin embargo, los estudios de Saavedra constatan que la pérdida de tierras costeras es preocupante en algunas regiones de Panamá: “Lo comprobamos en sitios como Punta Chame, una península muy estrecha y muy plana, donde han tenido que levantar muros porque las mareas se estaban comiendo la carretera. Allí hay un pueblo y muchos hoteles, es una zona turística amenazada. En Puerto Caimito una marejada destruyó doce casas de familias pescadoras en 2009 y el Gobierno los trasladó a otra zona. Empezamos a tener desplazados climáticos. En muchas comunidades conocimos a familias que viven con el bote preparado para marcharse cuando vienen mareas altas”.

El caso de Gunayala necesita más estudio, según Saavedra: “Sabemos que el mar sube pero también necesitamos conocer el movimiento vertical de las islas: hay tierras que se elevan y tierras que se hunden”. Los investigadores tienen una sospecha: cada vez se acumula más dióxido de carbono en la atmósfera, los océanos lo absorben y se hacen más ácidos, y esa acidez disuelve los arrecifes de coral como los de Gunayala. El archipiélago puede sufrir un efecto doble del cambio climático: las aguas suben, las tierras se disuelven. “Pero estos fenómenos son complejos y tenemos que estudiarlos mejor”, advierte.

Los planes para responder al cambio climático cuestan tiempo y dinero. “En Nueva York, Seattle o San Francisco tienen proyectos muy avanzados para adaptarse a la subida del mar”, dice Saavedra. “Pero otros países sufrimos muchas más dificultades. Panamá ha contribuido muy poco al calentamiento global y es uno de los países que más lo va a padecer. Somos todo costa, 1.800 kilómetros en el Pacífico y 1.300 en el Atlántico, debemos hacer un esfuerzo para adaptarnos y no tenemos medios suficientes”.

“Queremos mayores compromisos de los países desarrollados”, dice Rosilena Lindo, jefa de la Unidad de Cambio Climático del Gobierno de Panamá. “El dinero internacional se dedica a mitigar el calentamiento, a reducir los gases de efecto invernadero, pero aunque dejemos de emitir dióxido de carbono hoy mismo, los efectos durarán mucho tiempo. Por eso es obligatorio que los países dediquen dinero a los planes de adaptación. No sabemos cuándo van a ocurrir episodios extremos, tormentas, marejadas, inundaciones”.

No hay planes

Es noviembre, diluvia en Gardi Sugdub. Blas López se refugia en la sede del congreso local, donde se reúnen los vecinos en asambleas, donde los sailas –los líderes espirituales- cantan los relatos sagrados y los argar -los intérpretes- se los traducen a los fieles. El chaparrón dura una hora, las nubes vuelan hacia las montañas costeras, el mar centellea bajo el sol del mediodía y la isla huele a recién lavado. Una motora con seis turistas navega hacia los islotes de arena y cocoteros.

“Los sailas más ancianos dicen que no pasa nada, que eso del cambio climático no es cierto”, explica López, secretario de la comisión que se encarga del traslado a tierra firme. “El problema evidente es que vivimos mil personas en una isla demasiado pequeña. ¿El cambio climático? Pues sí, de paso. Por una cosa o por otra, debemos marcharnos. Para eso organizamos reuniones, concienciamos a los vecinos, buscamos fondos de los ministerios de Salud y de Educación. Necesitamos ayuda porque el traslado se paralizó”.

Algunas familias quieren marcharse ya, piden a la comisión que les asigne una parcela para levantarse ellos mismos su casa, incluso desbrozan el bosque para preparar tierras de cultivo. Blas López quiere trasladarse pero con organización: “No podemos hacer las cosas de cualquier manera. Necesitamos un plan de higiene para evitar la malaria y la fiebre amarilla en tierra firme, necesitamos canalizar las aguas negras, pensar en las basuras, distribuir las tierras de cultivo”. Rosilena Lindo añade precauciones: “El terreno escogido para el nuevo pueblo, donde el Gobierno empezó a construir la escuela y el centro de salud, está en una zona costera inundable. Debemos estudiar bien las amenazas futuras, estamos a tiempo”.

¿Y si en ese tiempo llega otra inundación?

“Los gunas no estamos preparados para una emergencia”, dice López. “Apenas hay servicio de protección civil, no existen planes de evacuación, no se hacen simulacros, no hay nada pensado. Bueno, colocaron un detector de tsunamis en la isla de El Porvenir”. En 1882 un terremoto impulsó cuatro olas gigantescas que arrasaron el archipiélago, dejaron entre 70 y 250 muertos y obligaron a varias comunidades a abandonar sus islas destruidas. “Ahora tenemos el detector, pero si nos avisan de un tsunami, a ver qué hacemos”.

A Teonicio Davies se le ocurre una respuesta. Tiene 25 años, es sobrino de Delfino Davies y nieto de José Davies, intérprete de sailas y fundador del Museo de la Cultura Guna. Teonicio toma una caracola barnizada, del tamaño de un balón de fútbol, y la sostiene como un tesoro. Sonríe a la gente que pasa junto a la cabaña del museo. Hincha los pulmones, sopla por un orificio de la caracola y emite un bramido grave y poderoso que resuena en la isla Gardi Sugdub. “Cuando venían tormentas y marejadas, nuestros antepasados soplaban la caracola para desviarlas. Por eso estamos tranquilos”.

Un poco más tarde, suena a lo lejos otro bramido de caracola y luego otro más. ¿Más gente desviando nubes por la atmósfera de Gunayala? “Ah, no”, dice Teonicio. “Esos son los pescadores que vuelven al puerto, anuncian el pescado”.