(CNN) – Bolígrafos y lápices listos, los periodistas y caricaturistas de Charlie Hebdo se habían reunido para preparar la próxima edición de la revista satírica. Era el tipo de conferencia editorial que se realiza diariamente en salas de redacción alrededor del mundo.
Entonces el terror entró por la puerta. Tres minutos y 60 balas más tarde, 12 personas yacían muertas o moribundas.
El equipo de Charlie Hebdo había estado demasiado consciente de los riesgos que podría conllevar su ardiente estilo de sátira que no se anda con rodeos. Las oficinas anteriores de la revista habían sido atacadas con bombas, y Stephane “Charb” Charbonnier había recibido amenazas de muerte por la publicación de caricaturas del profeta Mahoma.
Pero Charbonnier, como todo el mundo sabe, era contumaz y le dijo al periódico Le Monde: “Prefiero morir de pie antes que vivir de rodillas”. Él y su guardaespaldas, Franck Brinsolaro, fueron asesinados en la masacre.
Ser periodista puede ser peligroso. El cuadro de honor, actualizado con mucha frecuencia, en la página web del Comité para la Protección de los Periodistas, es prueba de esto; pero para aquellos que como yo, pasan más tiempo en sus escritorios que buscando resguardo para esconderse en zonas de guerra, el riesgo de muerte parece una posibilidad remota.
Esto era algo diferente. El equipo de Charlie Hebdo había sido masacrado en su propia oficina, supuestamente como “castigo” por hacer su trabajo; otros –un policía, visitantes, un conserje– murieron porque estaban en el lugar equivocado en el peor momento posible.
El periodismo en sí estaba bajo ataque, un hecho que me habían traído hasta casa mientras me sentaba en un tren de Eurostar, en dirección a París para cubrir la historia. Con los asesinos todavía sueltos, a todo el personal de CNN que cubría la historia se le advirtió no publicar detalles de sus movimientos en los medios sociales, por temor a que nosotros también pudiéramos convertirnos en blancos.
Al llegar a la ciudad poco tiempo después, me encontré aturdido, pero desafiante.
El hombre armado que abrió fuego dentro de la modesta oficina de Charlie Hebdo en el XI Distrito de París atentó contra la libertad de expresión. En un país que desde la Revolución Francesa ha sido fiel a los principios de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, tal cosa era –antes– inconcebible.
Horas después de que los primeros disparos resonaran en Rue Nicolas Appert, la parisina Corentin Vacheret fue una de los miles de dolientes en la Plaza de la República que insistía que “matar a los periodistas no nos iba a hacer renunciar a nuestra libertad de expresión”.
En los días y semanas siguientes al ataque de Charlie Hebdo, millones tomaron las calles para defender la “Libertad” de las personas para decir lo que quisieran sin temor a la violencia o a represalias.
Mientras sostenían lapiceros en alto, ellos coreaban “Je Suis Charlie” (“Soy Charlie”) y dejaron lápices y suministros de arte como homenaje entre los ramos y cirios más tradicionales.
En una de las muchas demostraciones, Anais Ruales me dijo que era importante “tener en mente que, al igual que ‘Charlie’ siempre estamos tratando de luchar por la paz y la libertad, lo que no debemos olvidar en el momento de terror, de ira”.
La misma noche, envuelta contra el frío, Leslie Martin se mostraba desafiante, agitando un cartel pintado a mano que decía “soy Charlie”. Soy una oficial de policía. No tengo miedo”.
“No tengo miedo. Estoy aquí, y… no me importa si alguien viene y quiere hacer algo realmente malo. No tengo miedo de morir con esto”, continuó, agitando la pancarta, “porque estoy muy orgullosa de ello”.
Pero en noviembre, cuando hombres armados con rifles de asalto aparecieron en las calles de la ciudad una vez más, fue París personalmente, su gente y su forma de vida lo que parecía estar bajo ataque.
Y esta vez, las personas tenían miedo en lugar de estar enojadas.
Los atacantes, armados con fusiles Kalashnikov y explosivos, se dirigieron a media docena de lugares a través de la ciudad, desde un estadio deportivo hasta una sala de conciertos, y una serie de bares y restaurantes, en donde mataron a 130 personas e hirieron a docenas más.
Si tal cosa le puede pasar a compañeros de trabajo que celebran una fiesta de cumpleaños hasta aficionados a la música que bailan en un concierto, o a unos amigos sentados que comparten una pizza el viernes por la noche, bien podría pasarle a cualquiera, ¿no?
El sastre Adam Caba, cuya pequeña tienda, repleta de pesados abrigos de invierno a la espera de ser modificados, se encuentra frente al bar Belle Equipe, donde murieron 19 personas, hizo eco de los pensamientos de perplejidad de muchos cuando me dijo con tristeza: “No lo entiendo. ¿Por qué vendrían aquí? ¿Por qué enfocarse en nosotros?”
El guía turístico de la Torre Eiffel, Adam El Daly, quien andaba fuera con sus amigos cerca de la escena de los ataques, explicó el miedo que fue provocado por la aparente falta de razonamiento detrás de ellos.
“Cuando ocurrió el ataque de Charlie Hebdo, yo estaba muy sorprendido, pero ese fue un blanco porque era un símbolo, eran periodistas que fueron atacados por su trabajo”, dijo. “Esta vez fue de manera indiscriminada –entre las víctimas podrías haber estado tú o yo– y eso es lo que está volviendo locas a las personas”.
De vuelta en París, una vez más, vagando más allá de las ofrendas florales, mensajes y botellas de vino y cerveza apiladas fuera de la Belle Equipe, me encontré con una nota desafiante que leía: “Continuaremos viviendo, bailando, escuchando música, divirtiéndonos en las terrazas de las cafeterías, besándonos y ayudándonos unos a otros”.
Momentos más tarde, mientras caminaba a lo largo de una calle invernal gris en el XI Distrito, después de pasar a policías armados que patrullaban, escuché alegre música de piano que salía a través de la acera. Al buscar para ver de dónde venía, me asomé por una puerta y encontré una lección de tap en pleno apogeo.
A solo a unas cuantas calles de distancia desde la escena de varios de los ataques, tan solo unos días más tarde, los parisinos estaban bailando una vez más.
Quizás seguían el consejo de Antoine Leiris, quien perdió a su esposa, Helen Muyal, en el Bataclan. Su publicación de Facebook que declaraba que sus asesinos “no lograrán tener mi odio” se volvió viral.
“Si nos mantenemos libres, si nos mantenemos aquí con entusiasmo por la vida, con felicidad… entonces [los terroristas] no ganan”, le dijo a CNN tras los ataques.
En los últimos 12 meses, las personas de París han perdido muchas cosas: la inocencia y la seguridad, amigos y seres queridos… pero, al parecer, no perdieron la alegría de vivir.