Nota del Editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la Agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en este texto corresponden exclusivamente al autor.
En algún momento de 2014, por intermedio de sus colaboradores diplomáticos, los presidentes Barack Obama y Raúl Castro comenzaron a desandar un camino largo y plagado de obstáculos que en marzo tendrá un hito culminante en La Habana. Se trata de la mejor oportunidad de pasar la página de la confrontación antagónica y avanzar en la normalización.
El primer gesto en esa dirección provino de Fidel Castro, que cuatro meses después de su triunfal entrada en La Habana, en abril de 1959, viajó a Estados Unidos.
Regresó con las manos vacías. Fue la primera oportunidad perdida.
El presidente Dwight Eisenhower abrió el camino por el que diez presidentes transitarían, confrontando a la Revolución Cubana. Sin vacilación, para algunos observadores de modo apresurado, el mandatario emitió sucesivas órdenes ejecutivas con dos finalidades: impedir la consolidación de la revuelta y a corto plazo, derrocarla.
No existe un solo gesto ni pronunciamiento que indique el menor esfuerzo por parte de la administración de Eisenhower para dialogar con Fidel Castro. Para aquel equipo formado por los generales y políticos vencedores en la II Guerra Mundial y que se estrenaban bajo la Guerra Fría, la idea de un país socialista ligado a la Unión Soviética a la vista de Estados Unidos, se les presentaba inaceptable.
Con tal enfoque, las relaciones diplomáticas eran un estorbo, que fue removido dando luz verde a la preparación de la fallida operación de Bahía de Cochinos, que más que un legado, fue un lastre heredado por Kennedy, a quien le tocó además lidiar con la Crisis de los Misiles en 1962.
De ahí en adelante, cada presidente sumó lo suyo a una amplia gama de acciones para cambiar el orden político definidamente socialista. Algunos, sin embargo, exploraron opciones diferentes. El que más avanzó fue Jimmy Carter, que autorizó la apertura de las sesiones de intereses en La Habana y Washington. Ninguno lo hizo con la lucidez, la convicción y el valor de Barack Obama, que además de restablecer las relaciones diplomáticas, trabaja para desmontar el embargo, que constituye el mayor obstáculo a remover.
Se trata de una madeja de leyes y regulaciones de índole económica, comercial, financiera y cultural, que sucesivamente se hicieron más férreas, y que al ser codificadas por las leyes Torricelli y Helms-Burton, adquirieron una entidad que ni los propios presidentes pueden revocar.
Aunque de cara a la estrategia estadounidense aquellas medidas han resultado fallidas, al entremezclarse con políticas económicas cubanas erróneas, cuyos efectos conjuntos se multiplicaron por la desaparición de las relaciones económicas con la Unión Soviética, ejercen una enorme influencia sobre la economía nacional, el bienestar y la calidad de la vida de la población cubana.
Una vez tomada la decisión de descontinuar una política sostenida por medio siglo, Obama no tiene otra alternativa que avanzar resueltamente. De no hacerlo, puede incurrir en la paradoja de intentar subsanar un error con otro. De persistir la política que impide el comercio y cierra el paso a las inversiones de Estados Unidos, tampoco el presidente Raúl Castro podrá justificar los esfuerzos para desmontar la confrontación.
Cuando Barack Obama, único mandatario estadounidense nacido después de la llegada de Fidel Castro al poder, se dispone a desplegar en Cuba sus dotes políticas y su capacidad de persuasión, y el presidente Raúl Castro alista las herramientas de su diplomacia; el éxito sigue siendo rehén del Congreso.
Dos países y la opinión pública internacional aguardan por una respuesta sabia y consecuente con los intereses estratégicos de Estados Unidos y Cuba. Ninguno le pide al otro abdicar. El éxito de la próxima jornada requiere visión, talento, y valentía política de los estadistas que avanzan al encuentro.
Se trata del diálogo de un lúcido presidente estadounidense con uno de los dirigentes originales de la Revolución Cubana. De ambos depende el éxito. Ninguno es Dios pero, por esta vez, el destino está en sus manos.