Su forma de hablar fue en el tono perfecto, sus palabras inspiradoras y severas, todo a la vez. Ella es la clase de orador que acierta sin que parezca esforzarse.
El discurso funcionó.
Funcionó sobre todo porque era Michelle Obama, una primera dama que fue duramente criticada por la derecha durante el ciclo electoral de 2008 por expresar emociones encontradas, compartidas por la mayoría de los afroamericanos, de un país que hizo que los esclavos construyeran la Casa Blanca y que a las familias como la suya —cuyas raíces se extienden a una plantación de Carolina del Sur— solo les permitía limpiar el lugar. Ciertamente no para representar a la nación más poderosa del mundo, incluso mientras profesaban que todos eran iguales.
Funcionó porque ella se mantuvo confiada durante esa campaña —y desde entonces— ha permanecido fuerte y con clase, incluso cuando los críticos atacaron su americanismo, y el de su marido.
“Nunca dejes que nadie te diga que este país no es grande, que de algún modo tenemos que volver a hacer grande a Estados Unidos, porque en este momento este es el mejor país del mundo”.
Funcionó porque Michelle Obama tiene una ventaja que solo podría haber sido cultivada por vivir la vida que ha vivido, una dedicada a superar barreras y desaires en su camino para llegar a la cima de todos modos. Ella no nació en la riqueza y el privilegio.
“¿Cómo insistimos en que el lenguaje de odio (que nuestras hijas) escuchan de figuras públicas en la televisión no representa el verdadero espíritu de este país? ¿Cómo se explica que cuando alguien es cruel o actúa como un acosador, no te rebajas a su nivel? No, nuestro lema es: “Cuando ellos caen bajo, nosotros vamos alto”.
Funcionó porque Michelle Obama estaba allí, y observó a Hillary Clinton tragarse su orgullo en 2008 y ayudar al esposo de Michelle a convertirse en presidente después de una campaña agresiva y a veces deshonrosa.
Funcionó, francamente, porque incluso los partidarios más animados de Bernie Sanders, que habían estado aullado y gritado toda la noche, sabían la noche del lunes en Filadelfia que habría un alto precio a pagar si faltaban al respeto a esta primera dama en particular. Puede que se hayan sentido envalentonados para abuchear en medio de un rezo, a gritar “Enciérrenla” ante la mención del nombre de Hillary Clinton como si estuvieran en Cleveland, e incluso a hacer ruido durante el discurso de Elizabeth Warren.
Bueno, incluso podrían abuchear (un poco) al presidente Obama cuando hable más adelante esta semana, debido a su apoyo a la Asociación Trans-Pacífico; están comprometidos con su causa. Pero Michelle Obama es tan querida por los demócratas como Laura Bush fue adorada por los republicanos. Retar su autoridad hubiera sido peor que el suicidio político que Ted Cruz cometió la semana pasada. Su discurso funcionó porque entendió la importancia del momento y fácilmente estuvo a la altura para afrontarlo.
Se dice que ella no tiene planes en un futuro en la política. Tal vez por eso estaba tan espontánea en el escenario. Porque sabía que no tenía ninguna razón para jugar juegos, así que no jugó ningún juego en absoluto.
Y el público lo sabía.