Nota del editor: Roberto Izurieta es analista político y profesor de la Universidad George Washington. Fue director de comunicación del presidente de Ecuador Jamil Mahuad del partido Democracia Popular entre 1998 y 2000; además fue asesor de los presidentes Alejandro Toledo en Perú, Álvaro Colom en Guatemala y Horacio Cartes en Paraguay y participó en la campaña de Enrique Peña Nieto en México. Es colaborador político de CNN en Español. Las opiniones en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.
Lo he dicho en otros artículos antes: Donald Trump tiene muchas similitudes con Hugo Chávez. Es demagogo, populista, “outsider”, antipartidos, anti poder establecido, contestatario, atrevido y muy hábil para atraer la atención de los medios con su personalidad egocentrista y excéntrica. Pero Trump no tendrá en esta elección la misma suerte que el líder venezolano porque las estructuras políticas y sociales en los EE.UU. no sufren el nivel de deterioro que tenían las venezolanas durante la crisis de los 90s.
Cuando trato de explicar la fuerza que tiene Trump en esta elección, muchos me acusan de ser su partidario. Todo lo contrario: la capacidad de analizar a un político de manera objetiva (dejando las simpatías o antipatías personales a un lado) es una exigencia estratégica. Trump tiene una evidente fuerza y hasta ahora ha cosechado mucho éxito porque representa fenómenos reales que están vigentes en la sociedad estadounidense. Muchos votantes, sobre todo blancos, se sienten angustiados porque los EE.UU. atraviesan un proceso de cambio demográfico y distribución del poder político que, a su entender, amenaza su prevalencia social y en cierta forma sus privilegios económicos.
El país en el que crecieron y cuya imagen forma parte de su cultura política, es un país con una amplia e incuestionable mayoría de ciudadanos blancos; una nación bastante homogénea. Esa visión particular se encuentra amenazada porque ahora ven inmigrantes por todo lados: latinos, árabes, asiáticos, algunos de los cuales gozan de una mejor situación económica (sobre todo con la perdida de los empleos “blancos” en el sector de las manufacturas).
Por añadidura, esa sociedad homogénea, basada en ideas conservadoras, ahora ha incorporado progresivamente a ciudadanos homosexuales, que tienen los mismos derechos como corresponde en democracia. Sin embargo, todo lo anterior les asusta, lo sienten como una amenaza.
Trump responde a esta supuesta amenaza diciendo lo que ellos quieren oír. El político populista lanza sinsentidos que hasta hace poco no estaban “permitidos” decir en público porque eran “políticamente incorrectos”: él se refiere a minorías migrantes como “violadores y delincuentes”, o les acusa de “robar trabajo” a los locales.
Si bien la crisis económica de 2008 se encuentra en franco camino de superación, los EE.UU. no han podido reducir suficientemente los altos niveles de injusticia y desigualdades sociales.
El llamado Tea Party fue el grito desesperado, simplista y demagógico de las fuerzas conservadoras frente a los trances de 2008. Trump representa esta nueva etapa del conservadurismo, que paradójicamente al igual que Sanders, denuncia que quienes más se beneficiaron de la recuperación económica fue “Wall Street”. ¿Hay razones que respalden a este dedo acusatorio? El salario medio en los EE.UU. sigue en el mismo nivel desde 1999, según cifras del censo. El 1% de la población estadounidense (es más, en realidad el 0,1%) concentra la mayor parte de la riqueza no solo local sino mundial.
No obstante, el propio Trump y sus seguidores parecen olvidar que Trump es rico, y si bien no es titular de una de las mayores fortunas del país, forma parte de ese famoso 1%. En todo caso, ser rico y ser populista no es un contrasentido en política. También eran millonarios o se convirtieron en ricos casi todos los líderes populistas que reclamaban por los pobres en América Latina: Evita Duarte de Perón en Argentina, Hugo Chávez en Venezuela, Abdalá Bucaram en Ecuador y Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner también en Argentina.
En política, a veces no importa tanto el tamaño de la chequera sino de que lado convences a los votantes que estás. O dicho en otras palabras: eres del lado que persuades a otros que estás.
Yo estimo que la base de conservadores descontentos en los EE.UU., presa de temores, frustraciones, complejos y prejuicios, sumaría un 20% la población. Si muchos de ellos se vuelcan a votar, sin duda podrían constituir, creo, un 40% de los votantes registrados.
No son solo conservadores quienes podrían caer presas de los cánticos populistas. Aparte de ellos, hay muchos ciudadanos que no son necesariamente conservadores, el típico ciudadano medio norteamericano, que rechaza la sofisticación y la arrogancia intelectual que exhiben algunos líderes demócratas. La gente de Trump es consciente de este fenómeno. Conquistar esos votos blancos no conservadores es la apuesta de Trump; es la “nueva ecuación electoral” de la que hablan los estrategas del líder populista y que a los demócratas les cuesta escuchar y entender. Por cierto, en esa nueva ecuación electoral, el voto hispano se vuelve casi irrelevante. Hipotéticamente, Trump podría perder el 70% del voto hispano pero compensaría con creces ese revés si pudiera convencerles que voten por él a un 5% de votantes blancos descontentos.
Este panorama es posible y probable. Líderes republicanos han conquistado en el pasado a votantes moderados demócratas. Lo que no veo tan probable es que Trump quiera “patear el tablero de ajedrez”, que busque y logre romper las estructuras políticas estadounidenses, como lo hicieron en su momento Chávez en Venezuela y Correa en Ecuador. Trump sabe o intuye esos límites y, por eso, inicio su carrera a la presidencia compitiendo en la interna del Partido Republicano. El populista comprendió que sin el respaldo de uno de los dos grandes partidos de la Unión no podría llegar a la Presidencia. Él es consciente que las estructuras políticas en EE.UU., si bien disminuidas y afectadas por la crisis económica y las consecuencias de la crisis, siguen siendo esenciales aparatos para alcanzar y ejercer el poder político. En la Venezuela de Chávez o el Ecuador de Correa, los líderes populistas simplemente desbancaron a los partidos tradicionales, no hicieron siquiera el intento de cooptarlos. Es difícil de imaginar un triunfo de Chávez liderando a Copei o Acción Democrática.
Aunque Trump cuente con haberes políticos reales y alternativas estratégicas que no se pueden desestimar, pienso que los demócratas tienen todavía las mejores posibilidades de ganar. Estos poseen estructuras partidistas, recursos y habilidad en el manejo de campañas. Saben como operar políticamente registrando hispanos y jóvenes, alentando a la gente a votar (sobre todo a los afro americanos), promoviendo más votos de mujeres y luchando con un ejercito de voluntarios en las calles de los pocos estados que definirán esta elección: Virginia, Florida, Carolina del Norte, Pensilvania, California y Ohio en especial. No observo que Trump y su campaña tengan la misma capacidad para conquistar votos clave y manejar con suficiente destreza los procesos electorales en los estados que definirán la votación de Noviembre.
Adicionalmente, los EE.UU. no encaran los mismos niveles de crisis económica, social, política y estructural que registraron en su momento Venezuela y Ecuador. Esto, sumado a las reflexiones anteriores, sugiere que Trump no obtendría el mismo resultado que Chávez o Correa; a pesar de usar los mismos recursos y tácticas de populismo electoral.