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Nota del editor: Ricardo Silva es un escritor colombiano. Ganó el Premio Nacional de Poesía en 1999. Fue elegido por el Hay Festival en 2007 como uno de los 39 escritores jóvenes más importantes de Latinoamérica. Es columnista de los diarios El Tiempo de Colombia y El País de España. Su más reciente novela se titula Historia oficial del amor. Síguelo en Twitter @RSilvaRomero

Por qué no: si es claro que la literatura no sólo sucede en los libros, si es evidente que la literatura encuentra la puesta en escena que mejor le conviene en cada caso, si es cierto que la literatura fue en un principio plegarias y cantos y conjuras, si el indescifrable Bob Dylan es —con Paul Simon, con George Gershwin, con Leonard Cohen, con Paul McCartney— uno de los principales escritores de canciones del último siglo. Por qué no darle el Premio Nobel a Bob Dylan: me toma por sorpresa la polémica, me prueba que en el mundo sigue habiendo tantos defensores de lo usual que premiar a un viejo de 75 años —premiar a un hombre que ha conseguido volverse un hábito del mundo— suena revolucionario.

Qué importa. Quién tiene tiempo para sufrir por eso: oh, es un ataque a los libros. Que se lo den a Aaron Sorkin por escribir The West Wing, a David Chase por escribir Los Soprano, a Matthew Weiner por escribir Mad Men: ah, y a sus equipos de escritores de paso. Que el próximo año llamen a Art Spiegelman en la tregua de la madrugada a contarle que Maus le ha dado la medalla aquella que suena a clímax de la vida, a epitafio. Que luego se lo den a Quino por inventarse a Mafalda o a Larry David por pensarse Seinfeld o a Woody Allen por volverse Zelig. Quién dice que un libretista de televisión, un cronista gráfico, un humorista o un guionista de cine no son grandes escritores. Quién se inventó que incluso entre los narradores hay jerarquías.

Bob Dylan ha sido, como suele decirse, su propia obra: se aprende viendo No Direction Home, el documental insólito de Martin Scorsese, que jamás podrá ser descifrado su enigma, que –hoy: cuando cualquiera se documenta y se celebra en Instagram ya mismo, y nadie es un secreto– jamás podrá ser respondida la pregunta por quién es. Sí, es la voz que de Blowin’ in the Wind a Not Dark Yet se ha vuelto un gruñido, que de The Times They Are A Changing a Things Have Changed ha pasado de reclamo a constancia. Sí, es el provocador de los dogmáticos y los escrupulosos, el narrador de los extraviados, el restaurador de las baladas de los caminos. Y sin embargo es sobre todo un misterio. Y lo seguimos de disco en disco, de sus hallazgos a sus delirios como a un actor de los inasibles —como a De Niro: también Dylan ha querido arruinar su propia leyenda—, porque tenemos la ilusión de descifrarlo.

Tienen en común los grandes compositores de canciones –Simon, Cohen, Gershwin, Porter, McCartney– la literatura: ese vaivén del lugar común al hallazgo, de la oralidad a la escritura, de la prosa a la poesía como de la realidad al sueño. Premiar a Dylan, que no es premiar a una estrella pop ni a un baladista nostálgico que va por ahí parodiando lo que fue, sino a un artista inagotable que ha llegado a los 75 dispuesto a seguir contribuyendo a la extrañeza, es reconocer una obviedad, es caer en cuenta de una voz que se ha estado perdiendo la Academia, servirse de su nombre para que el Nobel brille y haga una visita al mundo que narra la literatura y tenga de paso un encuentro cercano del tercer tipo con los seres que se narran, y tumbe el muro tonto, en fin, entre lo popular y lo culto.

Su sonido ha sido siempre envolvente. Su banda es una máquina, siempre de gira, que sabe ir desde el principio hasta el final detrás de su voz inalcanzable: Paul Simon sufría ataques de risa en la gira conjunta de 1999 porque Bob Dylan cantaba lo que le daba la gana cuando cantaban juntos The Sound of Silence. Su voz agria es un gusto adquirido y un elogio del abuso del tiempo, pero es más que todo una forma de poner las palabras por delante: “it’s not dark yet but it’s gettin’ there”, “It’s a wonder that you still know how to breathe”, “I ain’t looking for nothing in anyone’s eyes”. Cómo no sumarse a su misterio celebrándolo, reconociéndolo. Por qué no rendirse a su temple. Si cuando no es posible vencer al enemigo lo mejor es unirse a él. Si ahora, cuando por cuenta de ese loco suelto la política gringa ha tocado un fondo que nadie conocía, es un recordatorio de que lo mejor de Estados Unidos es la crítica de Estados Unidos.

Claro que había que darle el premio Nobel de literatura a Bob Dylan: su reconocimiento habla bien del mundo, y ello jamás sobra.