Nota del editor: Joey Jackson es un abogado penalista y analista legal de CNN y HLN. Las opiniones expresadas aquí son de su propia responsabilidad.
(CNN) – Hay un nuevo alguacil en la ciudad: el presidente Donald J. Trump ha dejado claro que en materia de inmigración, particularmente la proveniente de México, está ocurriendo un cambio sísmico. Sólo cinco días después de ser posesionado en su cargo, Trump firmó un decreto con el objetivo de prevenir la inmigración ilegal y expulsar del país a los inmigrantes indocumentados.
Entre otras cosas, el decreto busca la construcción de un muro, le da fin al procedimiento de “captura y liberación” por el cual los inmigrantes indocumentados son detenidos y liberados, añade 5.000 agentes a la patrulla fronteriza, pide un informe cuantificando toda la ayuda externa proporcionada por Estados Unidos a México anualmente durante los últimos cinco años y establece disposiciones para una mayor coordinación entre los gobiernos federal, estatal y local en la implementación de la política de inmigración.
Luego vinieron las redadas de inmigración. La semana pasada, la Agencia de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) envió escuadrones a ciudades de todo el país, de costa a costa.
Lo hicieron en un esfuerzo por expulsar del país a aquellos a quienes el presidente ha calificado como los “chicos malos”. Los funcionarios señalaron que este esfuerzo había sido planeado durante semanas y tenía poco que ver con el decreto de Trump. También se señaló que el gobierno de Barack Obama utilizó estos escuadrones y que el ahora expresidente fue reconocido por los activistas de los derechos de los inmigrantes como el “expulsor en jefe” por su récord de deportaciones.
Pero si bien estas redadas no son nuevas en sí mismas, los defensores y otras personas que observan estos procesos tienen razón de preocuparse si este presidente está proyectando una red más amplia y expandiendo el objetivo en la aplicación del ICE más allá de la seguridad nacional. De los 160 inmigrantes ilegales detenidos durante las redadas ordenadas por Trump, la gran mayoría habían estado detenidos por delitos graves y merecían la deportación. Sin duda, el gobierno federal tiene la obligación solemne de asegurar las fronteras y proteger al público. Pero hay dudas sobre las otras detenciones. La preocupación desde una perspectiva de justicia, entonces, no es el esfuerzo de aplicación de la ley en sí mismo. El poder ejecutivo hace cumplir la ley, y cualquier presidente tiene derecho a hacerlo de la manera que considere más efectiva de acuerdo con su filosofía. En cambio, la preocupación radica en si la aplicación será más amplia e indebidamente agresiva.
Hay razones para preocuparse. El director de Seguridad Nacional, John Kelly, testificó ante el Congreso la semana pasada por primera vez. Al hacerlo, señaló que la moral entre los oficiales del ICE estaba baja durante el gobierno de Obama, porque sentían que sus manos estaban atadas. También sugirió que la moral sería impulsada por el nuevo presidente. Lo que implica entonces que el gobierno de Trump hará cumplir leyes de inmigración más agresivamente que otros anteriores.
Cuando las redadas lleven a arrestos de aquellos con órdenes de deportación existentes, o que son delincuentes violentos o considerados perjudiciales para la seguridad de los intereses de Estados Unidos, el presidente tendrá una base jurídica firme. Pero expulsarlos simplemente porque “ellos” no pertenecen a este país plantea otros temas. Afortunadamente, hay tribunales de inmigración que servirán como control de la autoridad ejecutiva.
Un error común es pensar que los inmigrantes no tienen derechos constitucionales. Esto es un mito. La Constitución protege a todos y a cualquier persona en territorio estadounidense. En consecuencia, a cualquier inmigrante indocumentado recogido en las recientes o en otras redadas por venir, se le otorga el debido proceso bajo las leyes de nuestro país. Eso esencialmente significa que deben ser notificados y deben tener la oportunidad de ser escuchados en la corte de inmigración antes de ser deportados. Esos tribunales evalúan las deportaciones caso por caso y pueden anular los esfuerzos del gobierno para deportar cuando lo consideren apropiado.
Un caso en particular ha impactado a la opinión pública. Guadalupe García de Rayos es una mujer de 35 años que vino a este país cuando tenía 14 y vivió aquí por más de dos décadas. En el 2008, fue condenada por un delito, que consistió en usar un falso número de Seguro Social. Después de que su caso fue fallado en la corte de inmigración, el ICE la puso bajo supervisión, con la condición de que ella informara a las autoridades de inmigración anualmente. Cada vez que lo hizo en los últimos siete años, simplemente se registraba y era puesta en libertad. Sin embargo, al registrarse la semana pasada en el ICE, fue detenida y deportada a México.
¿Por qué? Sí, García tenía una condena por un delito. Sí, violó la ley. Sí, hubo una orden de deportación subyacente válida que justificó su expulsión. Pero ¿era realmente necesario alejarla de su marido y de sus hijos por interés de la seguridad nacional? Y, siendo así, queda esta pregunta: ¿cuántos casos como el de García están ahí afuera y cómo se manejarán bajo lo que parece una nueva era de aplicación agresiva de la ley? ¿Y es la gente como García es el tipo que el presidente busca deportar bajo sus duras políticas de inmigración? ¿Qué seguridad pública e intereses de seguridad fronteriza le sirven?
Una cosa es ser duro en cuanto a la inmigración, pero otra es ser justo. Aquellos que están observando de cerca tienen razón de preocuparse por las tendencias actuales, pero deben sentirse aliviados al saber que los tribunales de inmigración servirán como control sobre cualquier incidencia del ICE en la realización de estas redadas y en la ejecución de las iniciativas presidenciales. Pero realmente debemos vernos a nosotros mismos y preguntarnos si un país como Estados Unidos, que establece el estándar del mundo en materia de derechos humanos, no puede dar un mejor ejemplo al mundo.