(CNN) – A más de seis meses de haberse estrenado en el cargo, el presidente Donald Trump, sus principales asistentes y al menos un secretario general están en un maremágnum. La Casa Blanca recibió a un segundo secretario general durante el fin de semana y espera a un tercer director de Comunicaciones. El primer secretario de Prensa renunció, pero permanece en su puesto en un rol reducido (¿o expandido?), mientras que su sucesora comenzó su cargo respondiendo las preguntas de la carta de un niño al presidente.
La idea de que Trump podría presidir una operación de comunicación estratégica es un corolario del tan buscado “giro presidencial”. Para los políticos del establecimiento, consultores y expertos, este deseo de ver a Trump ajustarse (incluso cosméticamente) a las normas del pasado es su Moby Dick, algo tan deseado de alcanzar pero dolorosamente esquivo.
Trump, por supuesto, no tiene ningún deseo de estar enredado en esas redes. Desde que se convirtió en una estrella de los tabloides en la ciudad de Nueva York, mucho antes de que la mayoría de los estadounidenses conocieran su real personalidad, Trump hacía las veces de su propio “director de Comunicaciones” y también se desempeñaba como su propio secretario de Prensa. En esa pecera particular, dentro de esas normas, todo era perfecto. Trump se vendía a sí mismo, los columnistas de chismes, sus periódicos, y el público podían disfrutar o ignorar los resultados en su tiempo de ocio. El éxito de Trump era estar en la primera página. Con eso seguro, se aventuró a lo siguiente.
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Pero el éxito (definido aquí y ahora como la defensa y la ejecución de su agenda política) en su nuevo trabajo requiere un conjunto diferente de músculos. También exige la confianza, la lealtad y la competencia de los subordinados. No porque sean personas buenas, sino por el simple propósito de maximizar el poder del presidente: una herramienta impresionante, para bien o para mal, cuando se ejerce en entornos de condiciones óptimas.
La historia del fracaso de los republicanos para revocar (y/o reemplazar) el Obamacare esta primavera y verano hará escribir, si no libros, grandes capítulos sobre una época muy extraña en la vida política estadounidense.
Cuando se escriban esas historias, el drama dentro del Ala Oeste de la Casa Blanca no se podrá deslindar de los choques en el Capitolio. Tampoco es una “distracción” (como lo han declarado tantos críticos de sofá) de lo otro. Son casi una misma pieza.
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Consideremos al Partido Demócrata. Sin que nadie hubiera concebido una operación política que funcionase sin problemas, unieron elementos dispares de la más amplia izquierda liberal para aplastar las barricadas en defensa de una ley, el Obamacare, que muchos consideraban una lamentable medida a medias. Lo hicieron con la construcción de coaliciones y mensajes estratégicos. Decenas de legisladores y grupos liberales llevaron a cabo una campaña de presión sostenida y continua para preservar el Obamacare, al tiempo que hicieron valer que sus objetivos fundamentales requerían una mayor expansión.
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La Casa Blanca, en cambio, nunca le presentó al público o a Washington un argumento convincentemente coherente de por qué su plan mejoraría el sistema de salud en Estados Unidos, o las vidas de aquellos que podrían ser afectados por la nueva legislación. “Mejorar” es, por supuesto, un término subjetivo. Y lo que hace que la vida de una persona sea mejor podría, si no en términos proporcionales, hacer que la de otros no lo sea tanto.