Nota del editor: Roberto Rave es politólogo con especialización y posgrado en negocios internacionales y comercio exterior de la Universidad Externado de Colombia y la Universidad Columbia de Nueva York. Con estudios en Management de la Universidad IESE de España y candidato a MBA de la Universidad de Miami. Es columnista del diario económico colombiano La República. Fue escogido por el Instituto Internacional Republicano como uno de los 40 jóvenes líderes más influyentes del continente. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.
(CNN Español) – El mundo entero vive una polarización política rampante, de extremos y no de consensos, de gritos y ofensas y no de buenas formas, de dádivas e intereses particulares y no de argumentos que propendan al bien común, de protagonismos individuales, vanidades y banalidades y no de acuerdos fundamentales y trabajo en equipo, de promesas ilusorias y no de realidades, de relativismos e individualismos y también de ausencia de verdad.
La política es un asunto demasiado serio para dejársela a cualquiera. Se trata del manejo de las actividades relacionadas con el gobierno de las comunidades. Ser político, por lo tanto, es, o debería ser, un oficio reservado a personas muy serias. Según el famoso sociólogo Max Weber, las tres virtudes que deben caracterizar a un político son la pasión por el servicio a los demás, el sentido de la responsabilidad y la mesura, entendida como la capacidad de dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad. En este sentido, nunca me canso de releer el bello, breve y muy recomendable texto del español Azorín, llamado “El Político”. En él se detallan magistralmente las cualidades, los valores y hasta las costumbres cotidianas que debe cultivar un buen político.
Por ejemplo, me llama la atención la parte en la que recomienda que el político sea “un innovador dentro del orden” y que “no quiera renovarlo y revolucionarlo todo. Lograda la posesión del poder, él verá que una cosa son las fantasías de los teorizantes y otras las manipulaciones de la realidad. (…) El político que quiera hacer algo útil a su país no ha de desear poner arriba lo que está abajo”.
En este momento hacen falta políticos como los que nos proponen Weber o Azorín. Hacen falta políticos que sean conscientes de la seriedad de su labor, particularmente en América Latina. La pregunta es: ¿debemos esperarlos?
Al respecto, los estadounidenses James Buchanan, premio Nobel de economía, y Gordon Tullock, creadores y pioneros de la Teoría de la Elección Pública, tienen un enfoque muy interesante que consiste, en términos generales, en un análisis económico de la política. Según ellos, los políticos, al igual que cualquier individuo, buscarán ante todo obtener los mayores beneficios para sí mismos. De ahí la necesidad de que existan límites institucionales y controles constitucionales nítidos al poder del gobierno.
Otros teóricos enfatizan la importancia de aquellos líderes que piensan en el largo plazo y que saben transmitir esto a sus electores, pues el cortoplacismo sustentado en intereses electorales es otro reflejo de la enfermedad que padecemos. Indudablemente, Latinoamérica requiere un sinnúmero de medidas que son de corte impopular, pero que a largo plazo podrían generar el cambio que la región necesita. Bien mencionaba Bismark que “el político piensa en la próxima elección; el estadista, en la próxima generación” y en concordancia con esto el expresidente de Colombia, Mario Ospina Pérez, llamaba a que los políticos fuesen “empresarios de realidades y no mercaderes de ilusiones”. Pues bien, Latinoamérica necesita más estadistas y menos politiqueros.
Es increíble que en la región aun estén en discusión temas como la propiedad privada, la importancia de empresas sólidas en un país, la libertad de prensa, el libre mercado o en ocasiones hasta la administración de justicia. Exactamente quienes ponen en duda estas cuestiones son quienes se han encargado de polarizar y dividir a la sociedad, pues ellos ganan en este debate confundiendo y vaciando de contenido palabras como “paz” o “igualdad” para posicionar su interés particular. Además, este tipo de políticos han logrado algo increíble que menciona Moisés Naím en su libro Repensar el mundo: “La complacencia de un público propenso a repudiar a los políticos que dicen la verdad”. Los ciudadanos somos también culpables de muchos de nuestros males, pues nos volvimos adalides para reclamar derechos, pero olvidamos nuestros deberes.
En medio de estas dificultades, siempre susceptibles de cambio, existen líderes que marcan una pauta importante con su actuar, rompiendo con los esquemas actuales en donde se consigue el consenso político a partir de dádivas y burocracia y no del bien común o de un “consenso sobre lo fundamental” como bien decía Álvaro Gómez Hurtado. El líder de la economía naranja, Iván Duque, es quien está promoviendo este cambio en Colombia. Aún con algunas encuestas en su contra, el primer mandatario ha entendido que la clave no está en el enfrentamiento discursivo ni en la división, sino más bien en la transformación del sistema político desde su interior sin dejar la firmeza. En propiciar como incentivo el bien común y los buenos argumentos, en lugar de la negociación turbia de cargos o instituciones. En fortalecer la institucionalidad como base primera de la sociedad, en vez de propiciar un ambiente donde las instituciones tienen dueños. En enfocar la economía en el talento de los colombianos, sin dejar atrás las materias primas que han sido de gran importancia para el desarrollo del país.
Otros ejemplos resaltan en la región, algunos con poco éxito en la tarea de sembrar una relación diferente entre el político y el electorado. Al respecto, el caso de El Salvador llama la atención. El joven presidente Nayib Bukele ha comunicado con sinceridad lo que a su pueblo le espera para poder solucionar los grandes males que aquejan al país: “Nuestro país es como un niño enfermo. Nos toca ahora a todos tomar la medicina amarga, nos toca ahora a todos sufrir un poco, tener un poco de dolor, asumir nuestra responsabilidad y sí habrá momentos duros, pero tomaremos decisiones con valentía y espero que me acompañen a defender esas decisiones”. En pocos días como mandatario ya eliminó 5 ministerios, replanteó funciones, y goza de gran popularidad e imagen favorable entre sus ciudadanos.
Este lenguaje es el que se necesita en América Latina.
“Muchas de las familias de la región, según el BID, no pueden acceder a los planes hipotecarios, lo que los obliga a diseñar y construir poco a poco sus viviendas. Más de la mitad de las familias de Caracas, La Paz, Buenos Aires, Sao Paulo, Río de Janeiro, Ciudad de México, Quito y Managua padecen esta situación, lo que además implica demoras en la construcción y cumplimiento de las necesidades básicas de vivienda”.
El analfabetismo alcanza a casi 32 millones de personas, la pobreza toca a 186 millones de latinoamericanos, es decir el 30% de la población. Mientras tanto, según el último informe del Banco Interamericano de Desarrollo, la corrupción le cuesta US$ 220.000 millones anuales a la región, una cifra que sin duda alguna podría representar una mejora notable en la tarea de combatir la pobreza. Para hacerse una mejor dimensión del dinero perdido, menciona el periodista de economía Johnny Giraldo que con esta suma se “construirían 17 aeropuertos como el Naicm en México, 50 (sistemas de) metro elevados en Bogotá y cuatro veces el ambicioso proyecto del Canal de Nicaragua”.
Para empezar a corregir estos graves problemas, la región necesita líderes más prácticos y cercanos a sus ciudadanos, que llamen a la concordia, pero también a la firmeza y que ejerzan con sinceridad y verdad las transformaciones que la región necesita.