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Nota del editor: Kate Maltby es presentadora y columnista en el Reino Unido sobre temas culturales y políticos, y crítica de teatro para el diario The Guardian. También está terminando un doctorado en literatura renacentista. Las opiniones expresadas en el artículo son propias de la autora.

(CNN) – Le creo a Wade Robson y a James Safechuck. No porque crea que hay que creerles a todos los acusadores de abuso sexual; no es así. No porque crea que “Leaving Neverland”, el documental de Dan Reed en HBO en el que ambos hombres acusan a Michael Jackson de abusar sexualmente de ellos responde a todos los argumentos planteados por la familia del cantante fallecido en su defensa; no es así.

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En cambio, les creo a Robson y Safechuck porque, para mí, el peso de las pruebas indica que Jackson el mercurial, atribulado, talentoso hijo de los dioses, también pudo haber sido un abusador de niños. No se disputa que él implicaba a las familias de los jovencitos en su vida con regalos y destellos de una vida de fama. Tampoco se disputa que él dormía con esos niños en su cama noche tras noche, a lo que se refirió en una entrevista como “la cosa más adorable que se pueda hacer”.

Hay preguntas sutiles, difíciles ahora sobre qué significó esto para el legado musical de Jackson, y las personas sensatas pueden estar en desacuerdo al respecto. Pero ninguna persona sensata diría que esta relación con los niños era un modelo saludable.

Tal como señala persuasivamente Constance Grady en Vox, la celebridad nos adormece y nos lleva a confiar en desconocidos. Así y todo, los padres de los niños dejados con Jackson se han puesto en una situación vulnerable al admitir que desestimaron normas básicas de seguridad; es difícil imaginar que su confesión sea interesada. (“Se activó en mí la madre del escenario”, dice la madre de Robson, recordando cómo hizo fuerza para que Robson tuviera la oportunidad de subir al escenario con Jackson en un concierto; la madre de Safechuck recuerda que Jackson se quebró y comenzó a llorar y a rogarle que accediera a dejar que James durmiera en su cama.)

De igual modo, es difícil imaginarse por qué dos hombres se enfrentarían al peso legal y financiero del patrimonio de Jackson, o invitarían el odio obsesivo de sus seguidores a nivel mundial, con ningún otro objeto sino la necesidad psíquica de finalmente de decir la verdad. Los defensores de Jackson alegan una movida financiera, pero las demandas de ambos hombres contra el patrimonio ya han sido desestimadas por razones técnicas, sin dictar sentencia sobre la credibilidad de sus acusaciones. Las razones por las que se denegaron esas demandas iniciales, la prescripción de las causas contra el patrimonio y una sentencia de que las corporaciones de Jackson no eran responsables por sus acciones privadas, hacen que resulte poco probable que tengan éxito sus demandas.

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Sin embargo, el tema de la culpa de Jackson ya está siendo evaluado minuciosamente en internet con mayor detenimiento que el espacio con el que cuento aquí. Esos debates seguirán durante años; imagínese ser Robson o Safechuck, con desconocidos en cada continente que los apodan de mentirosos porque aman el tema “Man in the Mirror”. La cuestión más práctica para los que ya estamos seguros de la culpabilidad de Jackson es otra. ¿Deberíamos seguir escuchando su música?

Esta es la perenne cuestión del arte y la ética: ¿cómo separamos al artista del hombre? Como muchas críticas feministas, menosprecio al poeta Ted Hughes como un horrible esposo, dos de cuyas compañeras se suicidaron: Sylvia Plath y Assia Wevill. Sin embargo, su verso muscular, mítico, lo han convertido sin duda en uno de los más grandes poetas del siglo XX; y la profunda empatía por el deseo femenino que presiento en sus poemas como “Tales from Ovid” ha enriquecido profundamente mi vida. No puedo imaginarme queriendo prohibirlo; y ¿qué persona inteligente cree en prohibir libros?

Por otra parte, como crítica de teatro que sigue los pasos del movimiento #MeToo, y como alguien que hizo una queja en #MeToo también contra un poderoso político del Reino Unido, he visto e incluso he alentado públicamente el despido de varios directores de teatro, después de que se supo que habían acosado sexualmente a personas jóvenes. Muchos de ellos hicieron grandes obras, cuya pérdida empobrecerá a mi sector. Pero muchos de ellos también evitaron que intérpretes más jóvenes alcanzaran su mayor potencial y nos enriquecieran con lo que podrían haber logrado.

Parece haber una diferencia básica entre estos ejemplos, que podrían enseñarnos cómo tratar el catálogo histórico de Jackson. El teatro es fundamentalmente un arte colaborativo, y cuando colaboramos con abusadores, exponemos a otros colegas a su abuso. Es correcto que los productores hayan dejado de emplear a estrellas que podrían abusar de niños que los adoran u ofrecerles ventajas en sus carreras a sus coestrellas jóvenes a cambio de sexo.

Pero Jackson ya falleció. Las regalías de sus grabaciones ya no llenan sus bolsillos; los hijos de Jackson, que heredarán gran parte de su patrimonio no son responsables de sus crímenes ni podrán quedar totalmente al margen de su extraña vida. Nadie seguirá siendo abusado si uno descarga “Thriller” en iTunes.

En cambio, la música de Jackson, como los poemas de Hughes y como aquellos antiguos poetas masculinos que a Hughes le gustaba traducir, han tomado su lugar en nuestro legado cultural. Canciones con el impacto de “Billie Jean”, en sí una oscura letra sobre una acusación falsa (¿cómo jugaba Jackson con nuestras mentes?) no son un cáncer aislado que se puede extirpar y descartar.

Esas canciones son parte de documentales, de cursos universitarios de cultura, y sí, son parte de clubes y de nuestros dormitorios. El trabajo de Jackson no siempre es filosófico y tortuoso: tiene el impulso de un pop dinámico. Para algunos, eso lo hace menos merecedor de ser salvado, pero hasta esa ligereza debería recordarnos cuán fácilmente el genio puede enmascarar el dolor y la disfunción.

Olvidemos que un abusador era un genio, y la próxima vez que un genio sea acusado de abuso podríamos descreer nuevamente. ¿Asumimos que todos los artistas de los que disfrutamos son buenos hombres y mujeres? ¿Deberíamos decirles a nuestros hijos que si Spotify pasa un músico, él o ella automáticamente son una buena influencia?

Las personas que hablan más complejamente de Jackson son sus acusadores. “Era una de las personas más buenas, más amables, más amorosa y atenta que conocí”, dice uno de los minutos de apertura de “Leaving Neverland”. En otras palabras, nunca niegan la humanidad de Jackson.

Las personas que insisten en ver esta historia en divisiones binarias -del bien contra el mal- son los superfanáticos de Jackson. No puedo imaginar cómo es para Robson y Safechuck hablar públicamente de sentirse seducidos por Jackson, elogiar su amabilidad y su talento, confrontar eso con su abuso, y luego ver que una comunidad de personas financia carteleras en autobuses para conducir por Londres y señalarlos como mentirosos a ellos, como han hecho los seguidores de Jackson. Si se pregunta por qué la gente no sale antes con las acusaciones de abuso, y luego ataca a quienes lo hacen, entonces es parte del problema. Esta es una conducta tan cerrada como la de cualquier culto religioso o aldea tercermundista.

En cambio, apreciar la música de Jackson debería ayudarnos a verlo a él, y a la humanidad, como susceptible de una compleja tragedia. Se han referido al propio padre de Jackson como a “uno de los padres más monstruosos del pop”; y sabemos cuántos hijos abusados luego abusan de otros. Los superfanáticos de Jackson harían bien en reflexionar sobre cuán rápido creen las propias historias de abuso de Jackson -latigazos con cables eléctricos y hebillas de cinturón - y cuán rápidamente descreen de sus acusadores.

Los críticos de Jackson deberían tener la suficiente apertura para reconocer que no es posible revertir su impacto en nuestro escenario musical. Pero sus defensores deberían tener la apertura para aceptar que podría haber hecho cosas terribles. El resto deberíamos seguir escuchando esas pistas, y probar con qué facilidad nos perdemos en la música.

Nota del editor: esta columna fue publicada inicialmente en marzo de 2019. 

(Traducción de Mariana Campos)