Algunas banderas de países latinoamericanos son levantadas por soldados, durante la  Quinta Cumbre de las Américas celebrada en Puerto España, Trinindad y Tobado, en 2009.

Nota del editor: Roberto Rave es politólogo con especialización y posgrado en negocios internacionales y comercio exterior de la Universidad Externado de Colombia y la Universidad Columbia de Nueva York. Con estudios en Management de la Universidad IESE de España y candidato a MBA de la Universidad de Miami. Es columnista del diario económico colombiano La República. Fue escogido por el Instituto Internacional Republicano como uno de los 40 jóvenes líderes más influyentes del continente.

(CNN Español) – Ser un gobernante impopular no es necesariamente malo. Lo importante es hacer lo correcto. La opinión pública y publicada es demasiado cambiante, influenciable y a menudo está equivocada. En consecuencia, una política no se debería descalificar o descartar solo porque genera antipatía entre las mayorías populares o de analistas en unas circunstancias determinadas.

Por ejemplo, la estrategia de Ronald Reagan contra la Unión Soviética fue muy mal vista por algunos expertos de su tiempo. Algo parecido le sucedió a Lincoln durante la guerra civil estadounidense o Truman durante la Guerra de Corea. Aún más impopular y criticado fue Winston Churchill cuando se oponía solitariamente a las políticas de apaciguamiento frente a Hitler. A pesar del rechazo que recibieron, estos líderes se mantuvieron firmes y demostraron que hacían lo correcto. Luego el tiempo y la realidad les dieron la razón. Como bien decía Churchill: “La cometa se eleva más alto contra el viento, no a su favor”.

¿Qué se necesita para ser un líder como esos? Al respecto vale la pena recapacitar sobre lo que en una entrevista le dijo Henry Kissinger a Oriana Fallacci: “Un líder no necesita ser inteligente. Necesita ser fuerte, decidido, enérgico. Necesita ser resuelto, determinado. En muchas ocasiones testarudo”. Se necesitan líderes que no tomen decisiones basados principalmente en encuestas y tendencias generales, sino en principios y convicciones, a pesar de que eso pueda costarle popularidad y beneficios electorales. De ahí que el ex secretario de Estado estadounidense, Colin Powell, en su muy recomendable libro “Secretos del liderazgo”, tenga como su primera lección la de “diferir frecuentemente del pensamiento mayoritario para orientar a la opinión pública, en lugar de seguirla. Querer ganarse la simpatía de todos es un signo de mediocridad”.

Sin embargo, el cortoplacismo, las modas y la búsqueda del halago y el aplauso fácil dominan la política moderna y especialmente la latinoamericana. Gran parte de los políticos actuales no tienen como prioridad el bien común y los principios y valores que hacen posible la convivencia libre y civilizada, sino el aumento o mantenimiento de su capital político. Esto acaba no solo con las estructuras institucionales, sino también con los referentes para las nuevas generaciones.

La clase política de América Latina, en términos generales, ha dejado de ser un referente de seriedad y solvencia intelectual, para pasar a ser una simple agencia de búsqueda de votos. Las generalizaciones son siempre injustas y en muchos países de Latinoamérica se encuentran líderes que son la antítesis de lo mencionado.

En este sentido, dice Álvaro Vargas Llosa en el prólogo del libro “El estallido del populismo”, que: “El comunismo ya no es el enemigo de la democracia liberal sino el populismo” y que el “populismo es una degeneración de la democracia que pretende acabar con ella desde adentro”. Latinoamérica es presa fácil de un populismo que aprovecha las miserias humanas, la pobreza y la falta de formación para desestabilizar y destruir la frágil democracia regional.

Una famosa frase de la política indica que “El político piensa en las próximas elecciones y el estadista en las próximas generaciones”. La región necesita más estadistas obsesionados con sacar del atraso y de la pobreza a un grupo de países que cuentan con todo el potencial humano y los recursos para liderar el mundo y dejar atrás el populismo que se ha tomado la política

Entre las medidas impopulares pero necesarias que se deben tomar en la región está la de una disminución drástica de los impuestos que afectan a los contribuyentes en general y a los empresarios en particular. Esto incentivaría la generación de más empleo formal y la creación de nuevas empresas y emprendimientos. Las altas tasas impositivas son un desincentivo para las iniciativas privadas, derivan en mayor informalidad laboral y evasión y hacen inviables los sistemas pensionales y de salud en algunos países.

Otra medida que no gusta entre la mayoría de los ciudadanos latinoamericanos, pero que debe ser aplicada con urgencia, es una significativa disminución de las burocracias estatales. Nuestros estados deben ser pequeños y eficientes. La planta laboral no debe responder a cuotas políticas sino al concepto de eficiencia administrativa, con sentido de servicio público.

Es importante mencionar que, al igual que se ha hecho en varios países desarrollados, la venta de activos o empresas que generan cargas o que son ineficientes en el sentido económico y social, debe ser una política más aplicada Latinoamérica, aunque con un criterio abierto, transparente y de democratización de la propiedad, sin pasar de monopolios públicos a privados.

Por otro lado, se hace necesaria una reforma a la justicia que garantice la división clara de poderes, sin politización y la fuerte reducción de la impunidad y el delito. Lastimosamente, la región ha tenido un factor común en muchos de sus países, es la de la politización de la justicia. Escándalos de corrupción, venta de sentencias y de decisiones judiciales y transacciones políticas por decisiones judiciales hacen que la administración de justicia deba tener un giro trascendental en los nombramientos de sus magistrados y dirigentes.

Adicionalmente, la región, por más impopular que perezca, debe dejar atrás el asistencialismo que tanto daño le hace a la conformación del tejido social de un país. Se debe buscar que los subsidios generen un círculo constructivo, como aquellos referentes a la educación de calidad, en lugar de que sean incentivos para la pereza, la improductividad y la politiquería.

Finalmente, además de las circunstancias problemáticas que vivimos, preocupa que, en algunos países, los subsidios asistencialistas se hayan incrustado en la cultura. La pregunta al respecto es: ¿Cómo se hará para acostumbrar a un pueblo como el venezolano, o el boliviano a la meritocracia? ¿Cómo se logra que el estado garantice condiciones mínimas de igualdad de oportunidades, pero sin subsidiar desde la alimentación cotidiana hasta la gasolina?

Lograrlo es casi una utopía o una quimera en América Latina. Pero como bien lo menciona un buen amigo, parafraseando a Eduardo Galeano: “¿para qué sirve la utopía? Para caminar”. Pues el camino no es el aplauso del populismo, sino el de apoyar gobiernos serios, austeros y sobrios que hagan lo correcto. Un gobierno así casi siempre será impopular, pero necesitamos líderes con el carácter para señalar el camino.