Nota del editor: Darío Klein transmitió en vivo para CNN en Español desde la Antártida en marzo de 2017, un viaje que hizo en el mismo avión y en el mismo recorrido que el vuelo siniestrado este martes en Chile. Este es un relato que describe cómo es ese vuelo y las dificultades que implica.
(CNN Español) – Llegar a la Antártida nunca fue fácil. Ni por mar, ni por aire. Punta Arenas es la puerta de entrada al continente blanco. Desde allí salen buques y aviones. Es la base aérea más cercana. En el verano austral (diciembre a marzo) el clima es más propicio, pero la travesía es igualmente peligrosa. Las condiciones, nos dijeron los pilotos, tienen que ser perfectas: visibilidad habitualmente escasa, vientos normalmente muy fuertes y arremolinados, niebla, nubes, hielo en la pista, nieve. Muchos factores a tener en cuenta.
En Punta Arenas, el Hércules está listo. Espera paciente. Los expedicionarios vamos divididos en dos grupos. Nosotros estamos en el primero.
A la noche nos informaron que había una ventana de oportunidad a la mañana siguiente. Teníamos que estar listos para salir a las 6 am, pero sin garantías de despegue. En principio el pronóstico era favorable, pero nunca se sabe, puede cambiar.
Nosotros tuvimos mucha suerte. Contra la norma, el primer día, la primera ventana, salimos. La espera en Punta Arenas fue de un solo día. Al segundo grupo no le fue tan bien: sin ventana apropiada, llegó recién al tercer día.
- Vuelo de Darío a Klein a la Antártida desde Punta Arenas en marzo de 2017
El despegue fue normal. El Hércules carreteó, mientras todo lo que estaba adentro se movía y temblaba, hasta lograr la velocidad necesaria para despegar. Una vez en aire, empezó el infierno. El sistema de calefacción empezó a funcionar sin pausas, antes de tiempo. La temperatura se empezó a elevar más y más. Era insoportable. La calma llegaba por míseros segundos al tocar el piso o las paredes del avión que, sin aislamiento, eran lo único frío, helado. Tan helado que quemaba. Pero era mejor que el calor. Me descalcé, y así pude mantener apenas algo de equilibrio en la temperatura corporal. Paradójicamente, el viaje al continente más frío lo recuerdo como el más caliente de mi vida.
Preocupado por la temperatura, ni siquiera fui consciente del momento en el que atravesamos el peligroso pasaje de Drake, ese lugar que une el Océano Pacífico, el Atlántico, América del Sur y el continente antártico.
Pero una vez que por la ventanilla pequeña empecé a ver islotes, icebergs y pedazos de hielo, todo se olvidó. Estaba cerca de la Antártida inexpugnable y hermosa.
Ni el despegue exitoso, ni el viaje infernal garantizaban la llegada. Todavía había que aterrizar. Fuimos a la cabina del piloto, a filmar el aterrizaje. El mate iba y venía, despreocupado, hasta que de pronto el asistente de vuelo dejó de cebar, y primó el silencio. Se veía que el piloto estaba nervioso: no divisaba la tierra firme. A medida que bajaba, seguía sin ver la pista. Nada. Todos mirábamos, como si nuestros ojos pudieran ver lo que él no veía.
Debió volver a subir, dar la vuelta, y volver a intentarlo.
Al segundo intento, recién en el último instante, las nubes se corrieron y la pista apareció de pronto. Tan de pronto que en seguida aterrizó, sin más preámbulos, sin preparativos, sin avisar. Un barranco, las rocas, la nieve y la pista. Todo junto y al mismo tiempo.
Habíamos llegado al continente blanco. Estábamos en la Antártida. Lo que siguió fue otra historia.