Nota del editor: Frida Ghitis, exproductora y corresponsal de CNN, es columnista sobre temas internacionales. Colabora con frecuencia para la sección de opinión de CNN, para The Washington Post y es columnista para World Politics Review. Puedes seguirla en Twitter en @fridaghitis. Las opiniones expresadas en este artículo son propias de la autora.
(CNN) – Cuando el presidente Donald Trump tuiteó su objeción a la sentencia recomendada para su amigo Roger Stone, y el Secretario de Justicia, William Barr, rápidamente revirtió la recomendación, siguieron un camino muy recorrido en la historia: el aplastamiento sistemático de la independencia del sistema judicial.
Ya vimos esta película y no termina bien.
Un sistema judicial independiente es un ingrediente indispensable en el Estado de derecho. Sin Estado de derecho es casi imposible preservar el funcionamiento de una democracia, ni qué decir del buen funcionamiento de un gobierno.
Vimos este desarrollo incluso en la historia reciente: cuando los autócratas en potencia arrancaron a múltiples países de sus amarras democráticas, uno de los primeros objetivos fue el sistema judicial.
Es el curso marcado por populistas perversos de todo el espectro político, de izquierda y de derecha. Lo vimos en la Venezuela de Hugo Chávez y en la Rusia de Vladimir Putin, y en tantos otros.
Los cuatro fiscales que lograron la condena de Roger Stone por cargos que incluían mentir ante el Congreso y la manipulación de un testigo habían recomendado hasta nueve años de prisión para el confidente de larga data de Trump. De hecho, las acciones de Stone apuntaron a proteger a Trump de la investigación de Mueller. Trump expresó su desacuerdo con la recomendación, y en una movida sin precedentes, Barr prontamente desautorizó a su propio equipo.
Ahora Barr levanta las manos y dice que Trump hace imposible su trabajo con su continuo comentario en Twitter. Pero los estadounidenses ya han visto cómo Barr hace que su departamento trabaje para el presidente. Barr reconoció haber establecido un canal especial en el Departamento de Justicia para Rudy Giuliani para comunicarle los trapos sucios que descubre sobre los opositores políticos de Trump, por ejemplo. La queja de Barr ahora podría tener más que ver con que Trump hiciera pública su interferencia en el estado de derecho.
Decir que la decisión del Departamento de Justicia no tuvo nada que ver con los deseos de Trump es tomar por tontos a los estadounidenses. Los cuatro fiscales renunciaron inmediatamente a la causa.
Si hemos de hallar algún consuelo, será en la vehemencia de la violenta reacción. Quizás exista la posibilidad de que los estadounidenses y sus instituciones puedan contrarrestar la deriva de este país hacia el autoritarismo bajo Trump. Después de todo, veamos qué está en juego; vean lo que otros hombres fuertes han provocado: cuando Putin llegó al poder en Rusia, el país venía construyendo una democracia con paso seguro. La organización no partidaria Freedom House la catalogó de “Parcialmente libre”. Dos décadas después, la ONG la clasifica de “No libre”, señalando el “sistema judicial sometido”, que le permite al Kremlin “manipular elecciones y suprimir el genuino desacuerdo”. Eso permite explicar la “corrupción creciente” que ahora permea en Rusia.
Como otros autócratas, Putin ha convertido al sistema judicial y a las fuerzas de la ley en una herramienta para maximizar su poder y pulverizar a la oposición. Eso se hizo evidente desde un comienzo, cuando en 2003 decidió lanzar el procesamiento de Mikhail Khodorkovsky, quien fuera uno de los hombres más acaudalados de Rusia, después de que Khodorkovsky se atreviera a quebrar la regla de que los oligarcas pueden hacer mucho dinero siempre que no objeten a Putin. Khodorkovsky pasó una década en una prisión en Siberia.
Otros críticos de Putin han entrado y salido de la cárcel. Los que quizás planteaban una amenaza mayor terminaron muertos en misteriosas circunstancias.
Otra democracia en ciernes, Turquía, cayó bajo el hechizo del carismático Recep Tayyip Erdogan, ahora con 17 años en el poder. También ha desmantelado instituciones democráticas, la más notable, el sistema judicial independiente. Erdogan, que expandió ampliamente los poderes de lo que solía ser una presidencia ceremonial, despidió a miles de jueces y movilizó a maleables fiscales contra enemigos reales y percibidos. Omar Faruk Eminagaoglu, un ex juez y fiscal, ha enfrentado una avalancha de cargos que lo acusan de insultar al presidente por sus comentarios en los medios sociales.
Erdogan afirma públicamente que el sistema judicial es independiente, pero con el aumento de su influencia después del intento de golpe de estado en 2016, impulsó un referéndum que ampliaba sus poderes. Entre otras cosas, le dio el control del panel que designa, remueve y disciplina a los jueces. La justicia le pertenece.
Otro autócrata que a muchos les recuerda a Trump es el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte. Él, también, ha usado el sistema judicial como un arma. Cuando la presidenta de la Corte Suprema, Maria Lourdes Sereno, osó criticar la brutal guerra contra las drogas de Duterte, le Corte Suprema la retiró de su puesto. Un político de la oposición, Gio Tingson, dijo que la movida “destruyó el proceso constitucional de juicio político y el sistema de controles y equilibrios”.
Duterte hizo que encarcelaran a su crítico más prominente en el Congreso y lanzó una implacable campaña de acoso contra la periodista Maria Ressa (excolega mía en CNN), que ha sido arrestada repetidas veces.
En Europa del Este, donde continúa la recaída de la democracia, los ataques a la independencia del sistema judicial se tornaron moneda corriente.
Pero no solo los líderes de extrema derecha toman este camino. Arrebatarles las riendas a los jueces y fiscales independientes es la maniobra básica para quien quiera gobernar libremente sin la molestia de los controles democráticos.
Hugo Chávez en Venezuela, el predecesor socialista de Nicolás Maduro, desbarató los obstáculos sobre su gobierno destruyendo la independencia de la rama judicial. Su desmantelamiento del estado de derecho fue un paso más en el impactante colapso socioeconómico del país. Esto es porque sin el estado de derecho, inevitablemente explota la corrupción en la economía. Y cuando la corrupción es generalizada, la economía se vuelve ineficiente, y los inversores dudan, y en última instancia se crean menos puestos de trabajo.
Chávez hizo arrestar a jueces y –en una jugada que evocan los tuits de Trump— salió en televisión con “sugerencias” sobre cuán larga era la sentencia en prisión que merecían. En poco tiempo, los jueces y fiscales no tenían siquiera que esperar sus instrucciones; sabían lo que quería el presidente. Los nuevos fiscales en EE.UU. dicen estar preocupados por la presión de Trump.
Barr, y otros aduladores de Trump que ahora pueblan el sistema, saben exactamente lo que quiere el presidente. No necesitan siquiera oírlo de él.
¿Está Estados Unidos condenado a seguir los pasos que llevaron casi a la destrucción completa de la democracia en países como Rusia, Turquía o Venezuela? Esa no es una conclusión ineludible. La democracia estadounidense tiene raíces más profundas, y sus instituciones están construidas en suelo más sólido.
Pero al momento es obvio que después de la absolución del juicio político, Trump incluso está envalentonado. Está reclamando una investigación del Tte. Cnel. Alexander Vindman, que declaró en la investigación del juicio político e, incluso, ir tras los miembros del jurado en la causa de Stone. Los republicanos parecen temerle más a él. No hay garantía de que las instituciones democráticas estadounidenses puedan sostener otros cinco (sí, cinco) años.
Traducción de Mariana Campos.