Nota del editor: Kari Nixon es profesora asistente de inglés en la Universidad de Whitworth y autora del libro “Kept from All Contagion: Germ Theory, Disease, and the Dilemma of Human Contact in Late Nineteenth-Century Literature”. Puedes seguirla en Twitter @HalfSickShadows. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas de la autora.
(CNN) – La forma en la que hablamos sobre enfermedades puede, de hecho, alterar cómo estas se propagan. Como dijo la académica de Humanidades Médicas Heather Schell, la práctica de la epidemiología vincula el análisis estadístico y la formación de patrones con la creación de narrativas sobre el impacto que la enfermedad pueda tener en el mundo. Al interactuar como lo hacen con los patógenos, estas narraciones pueden moldear las fluctuaciones de los patógenos para bien o para mal, a medida que las personas cambian sus comportamientos en respuesta a los informes epidemiológicos.
En medio de una epidemia de coronavirus, es probable que sigamos inundados con estadísticas, cuadros y mapas que rastrean el patógeno.
Puede ser fácil olvidar en este contexto de miedo global, especialmente dada la probabilidad de que el número de casos de coronavirus en Estados Unidos aumente ahora que las pruebas están más ampliamente disponibles en estados individuales, que de lo que realmente hablamos cuando mencionamos la enfermedad es de la gente. Es decir, la razón por la que nos preocupamos sobre la enfermedad es porque nos preocupamos por las personas que puedan resultar afectadas, por eso, la epidemiología se trata tanto de las personas como de la enfermedad.
En su libro de 2008 Contagious, Priscilla Wald acuñó el término “narrativa de brotes” para describir la forma en que hablamos sobre las enfermedades infecciosas emergentes; ella argumenta que conceptos tales como “paciente cero” y “María Tifoidea” (es decir, portadores asintomáticos) pueden hacer una historia buena y comprensible de una realidad caótica, pero realmente pueden obstaculizar nuestra capacidad para combatir enfermedades.
Numerosos brotes a lo largo de la historia han demostrado, por ejemplo, que cuando la sociedad espera que una enfermedad permanezca instalada en alguna “otra” población, la humanidad crea lo que yo llamo un “evento de contagio social”. Vimos esto con la crisis del SIDA en la década de 1980: cuanto más insistían algunos estadounidenses en que el VIH era una enfermedad exclusiva de la población homosexual, más, de hecho, se propagaba entre los heterosexuales y los receptores de transfusiones de sangre, entre otros. Hasta el día de hoy, los anuncios sobre medicamentos preventivos contra el VIH muestran predominantemente a hombres homosexuales, perpetuando el mito de que otras poblaciones no necesitan preocuparse. Pero los microbios nos dejan en evidencia. No les importan nuestros estratos sociales: un cuerpo es un cuerpo, y cuanto más tiempo pretendamos que el VIH no es es un problema para la comunidad en general, más tiempo tiene (y ha tenido) tiempo para propagarse.
En 1880, la enfermedad del día era la sífilis. Los victorianos creían en gran medida que solo las trabajadoras sexuales eran responsables de la propagación de la enfermedad, no sus clientes. Actuando sobre esta lógica, las medidas de salud pública con respecto a la sífilis estaban dirigidas a esta población. Como era de esperar, inadvertidamente cada vez más amas de casa y sus bebés comenzaron a mostrar signos de sífilis traídos por los esposos que habían estado con trabajadoras sexuales. La idea de que solo algunas personas eran propensas a una enfermedad permitió que la sífilis se propagara tanto en Gran Bretaña que muchos se preocuparon por la seguridad futura de la nación.
De hecho, la aceptación generalizada de la teoría de los gérmenes en sí misma dependía de los debates entre los obstetras sobre si los médicos podrían haber sido responsables o no de la propagación desenfrenada de las infecciones estreptocócicas del grupo A en mujeres posparto. Como los médicos a mediados del siglo XIX se negaron a creer que la autoridad médica masculina pudiera ser un vector de bacterias, las mujeres continuaron muriendo. Ignaz Semmelweis rastreó estos datos epidemiológicos y los utilizó para demostrar la veracidad de la teoría de los gérmenes. Su nombre todavía es memorizado por estudiantes de medicina.
La polio, que había sido bastante endémica (ocurriendo naturalmente a tasas bajas) en todo el mundo desde que tenemos registros, comenzó a enmarcarse como una crisis urgente de salud pública cuando afectó a las comunidades estadounidenses ricas, lo que ayudó a impulsar el desarrollo de un vacuna que cambió el mundo.
La historia indica que no debería sorprendernos que este lunes, el director de la Organización Mundial de la Salud haya declarado que durante las últimas 24 horas “hubo casi nueve veces más casos de COVID-19 reportados fuera de China que adentro”.
Lo grandioso de vivir en una sociedad viralmente conectada en el momento de un brote viral es que tenemos la oportunidad de moldear nuestra “narrativa de brotes” con intención. Incluso, mientras que los científicos, los médicos, la Organización Mundial de la Salud y los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (entre muchas otras entidades) hacen su propio trabajo para combatir el nuevo coronavirus, escuchar las voces de profesionales en campos como la bioética y las humanidades médicas –muchas de las cuales son activas y vocales en las redes sociales– puede ayudar al público laico en el presente, no solo en retrospectiva histórica, si aprendemos de estas lecciones retrospectivas.
Ha habido mucha atención de los medios en el mercado de Wuhan responsable de este brote. Estos ejemplos históricos de enfermedades deberían instarnos a mirar por igual (y ahora) a los factores humanos involucrados en la propagación del coronavirus y los miedos xenófobos asociados con él, porque estas creencias impactan la propagación de la enfermedad. Lo que afecta a uno nos afecta a todos nosotros cuando se trata de enfermedades, nos guste o no.
La OMS y los expertos mundiales trabajan para combatir esta enfermedad de la mejor manera que saben. Mientras tanto, el público en general también tiene un papel para combatir los temores equivocados que perpetúan y posiblemente incluso ayudan a propagar enfermedades como esta. Vivimos en un vecindario global unos con los otros y con microbios, y dado ese contexto, podría ser más útil hacer preguntas como “¿cómo puedo ayudar?”.
La profunda agitación del mercado financiero y la sobrecompra repentina y reciente de todo, desde máscaras hasta desinfectante para manos, parecen empeorar, al menos en parte, por la creencia inicial de que el coronavirus era algo así como una invasión extranjera o de extraterrestres, algo que desde afuera podría detenerse desde dentro. De hecho, nuestro sistema de salud no está preparado en comparación con otros países, y nunca estuvimos exentos; algunos de nuestros ciudadanos más xenófobos solo actuaron como si pensaran que eso sería suficiente. Y eso en sí mismo puede haber permitido una pasividad estadounidense que habría ayudado a que la enfermedad llegara y se propagara aquí, para empezar.
Entonces haríamos bien en aprender de la historia ahora, para no tener que preguntarnos más tarde qué podríamos haber hecho mejor. Debido a que la historia nos lo ha demostrado una y otra vez, solo evitando nuestro instinto hacia el autoproteccionismo aislado y, en cambio apoyándonos en el riesgo compartido que todos tenemos en una sociedad globalizada, podremos mejorar más rápidamente los efectos de los patógenos antes de que se infecten y emerjan nuevos brotes.