Nota del editor: Melissa Mahtani es productora senior y reportera del equipo de noticias en vivo de CNN. Las opiniones expresadas en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora. Lee más artículos de opinión en CNN.
(CNN) –– El sentimiento de culpa por la vacuna contra el covid-19 es algo real. Y, aunque no tenga sentido desde el punto de vista racional, las emociones no son racionales. El sábado pasado recibí la vacuna de Moderna contra el covid-19. Era elegible para recibirla bajo las disposiciones de la ciudad de Nueva York, debido a una enfermedad subyacente. Sin embargo, no estaba entre mis planes hacerlo.
Sí padezco condiciones preexistentes, pero las tengo bajo control. También estoy muy consciente de que hay otras personas ––maestros, trabajadores de la salud, adultos mayores de 60 años–– que la necesitan más que yo. A medida que aumentaba el número de personas en estos grupos que recibían la vacuna, mi plan era esperar hasta que todo el mundo pudiera vacunarse. Además, esperaba que mi familia en Zambia también recibiera la dosis en ese momento.
Perder a uno de los amigos más cercanos a nuestra la familia, al que considero mi tío, el mes pasado me impulsó a ponerme la vacuna. Originario de Yorkshire, Gran Bretaña, había vivido en Zambia durante la mayor parte de su vida, como muchos otros expatriados en la antigua colonia británica. Cuando él se contagió de coronavirus, ni siquiera el hecho de tener unos 80 años pudo asegurarle una cama en un hospital saturado y no lo admitieron. Eso hizo que sufriera un derrame cerebral y que, en última instancia, llegara a una unidad de cuidados intensivos, donde vivió sus últimos días, conectado a un respirador.
Si él hubiera estado en Gran Bretaña, o en cualquier otro país rico, probablemente habría recibido tratamiento inmediatamente, o habría recibido la vacuna. Y, posiblemente, seguiría vivo. La tragedia fue aún peor debido a que su familia y amigos no pudieron despedirse en persona debido a que tuvo covid-19. Al igual que muchos otros en todo el mundo que no han podido despedirse de sus seres queridos.
Perderlo fue difícil. Entender que pudo ser el caso de mis padres y que no podría verlos ni despedirme de ellos si se contagiaran del virus fue peor. A miles de kilómetros de distancia, ¿los habría visto por última vez? Ese pensamiento tan inquietante me hizo comprender que debía ponerme la vacuna que me ofrecían aquí. Así podría estar más cerca de ver a mis padres en caso de que ocurriera una emergencia. Sin embargo, de todas manera, me sentí culpable por poder vacunarme cuando ellos, que la necesitan más que yo debido a su edad y a sus graves patologías subyacentes, no podían hacerlo.
Mi esposo pidió la cita para que yo recibiera la primera dosis e inmediatamente lloré. Sentía que estaba siendo egoísta. De camino a la cita, estaba angustiada por el hecho de que vivimos en un mundo tan injusto, en el que alguien como yo puede vacunarse y miles de personas no, y puede que no tengan acceso a ella durante mucho tiempo. No me malinterpreten. ¿Estoy agradecida por haberme vacunado? Por supuesto que sí. Todo el mundo debe vacunarse. Mi único deseo es que todo el mundo pueda hacerlo.
Mientras mi familia estaba feliz por mí ––incluso abrieron una botella de vino especial para celebrarlo–– yo lloraba de culpa. Mientras, me invadía la sensación de que, de alguna manera, yo había sido elegida para vivir y ellos no. Sé que eso no tiene sentido, pero pese a estar un paso más cerca de poder verlos, sentí y sigo sintiendo que, cierta forma, no los volveré a ver. Racionalmente entiendo que eso no es cierto, pero no puedo quitarme esa sensación. Daría cualquier cosa por poder renunciar a mi dosis para que ellos la recibieran. Me siento tan triste y culpable porque yo puedo vacunarme y ellos no. Lo peor es no saber cuándo podrán hacerlo.
Según Our World in Data, actualmente hay 67 naciones en el mundo que no tienen acceso, en absoluto, a las vacunas. ¿No cuentan sus ciudadanos? ¿No cuenta acaso cada vida humana? ¿Qué hace que mi vida sea más valiosa que la de ellos? ¿Por qué todas las empresas farmacéuticas no se esfuerzan por vacunar a todas las vidas del planeta Tierra contra una enfermedad que ha demostrado que puede infectar a cualquiera, independientemente de su ciudadanía, edad, raza o estatus social? ¿No debería ser igual de amplio el tratamiento del virus? Nadie en el mundo puede estar a salvo cuando hay otros en riesgo de contraer y propagar el virus. ¿No nos enseñó justamente eso la pandemia mundial?
El ritmo de la administración de vacunas depende en gran medida de las gigantes farmacéuticas. Estas empresas, respaldadas por los gobiernos que las financian, hasta ahora son reacias a compartir sus patentes. Lo que, señalan críticos, equivale a elegir el lucro por encima de la vida humana.
En cambio, han contribuido a un programa mundial para repartir vacunas llamado COVAX, que busca reducir la desigualdad en materia de vacunas. COVAX utiliza donaciones de gobiernos e instituciones multilaterales para comprar vacunas para las naciones más pobres que no pueden asumir contratos con las grandes farmacéuticas. Es un buen comienzo, pero obtener suficientes suministros ha sido complicado. En parte porque los países más ricos pidieron más de lo que necesitan.
Compartir las patentes podría ayudar. Como dijo recientemente Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud, AstraZeneca es “la única empresa que se ha comprometido a no sacar provecho de su vacuna contra el covid-19 durante la pandemia”. Y señaló la considerable contribución que ha hecho la empresa a la equidad de las vacunas, “al conceder licencias de su tecnología a varias otras compañías”. Entre ellas, empresas de Corea e India que producen más del 90% de las vacunas distribuidas por COVAX.
No estoy sugiriendo que compartir las patentes sea una varita mágica o que todos los países cuenten con la capacidad o las instalaciones para fabricar vacunas. Pero ante una pandemia mundial, todos deberíamos hacer el máximo esfuerzo para acabar con ella.
Aún así, a principios de este mes, los miembros más ricos de la Organización Mundial del Comercio (OMC) bloquearon un esfuerzo de más de 80 naciones en desarrollo que pretendía eliminar los derechos de patente para aumentar la producción de las vacunas contra el covid-19 para los países pobres. Ellos argumentan que mantener los derechos de propiedad intelectual fomenta la innovación. Thomas Cueni, director general de la Federación Internacional de Fabricantes de Productos Farmacéutico (IFPMA, por sus siglas en inglés), declaró a la agencia AP que levantar las protecciones sobre las patentes es “una muy mala señal para el futuro. Transmite la señal de que, si hay una pandemia, las patentes no valen nada”.
No compartir los datos de las vacunas o no hacer más por compartir vacunas perjudica a los países ricos tanto como a los pobres. Como también señaló el Dr. Tedros: “Un enfoque egocéntrico puede servir a los intereses políticos a corto plazo. Pero es contraproducente y conducirá a una recuperación prolongada en la que el comercio y los viajes seguirán sufriendo… Mientras el virus se propague en cualquier lugar, tendrá más oportunidades de mutar y socavar potencialmente la eficacia de las vacunas en todas partes. Podríamos acabar de nuevo en el punto de partida”.
Mientras nosotros, en Estados Unidos, recibimos nuestras vacunas, no podemos olvidar lo que nos llevó a este derecho de nacimiento. Estados Unidos, por ejemplo, es una tierra de inmigrantes. Eso significa que las personas nacidas aquí deben su libertad y su privilegio a otros que arriesgaron sus vidas para venir aquí, al igual que lo están haciendo ahora miles de personas en la frontera sur. ¿Dónde están las voces que dicen defender la vida para oponerse al aborto en crisis como esta? Atacan fervientemente el aborto, pero no los he oído alzar su voz con la misma fuerza por la muerte de sus compatriotas en otros países. ¿Acaso esas vidas no importan?
Irónicamente, una pandemia mundial que debería habernos hecho comprender que todos somos iguales, con las mismas preocupaciones y temores y susceptibilidad a las enfermedades, nos ha hecho quizás más egoístas, anteponiendo nuestros propios temores y los de nuestros seres queridos a nuestra preocupación por los desconocidos de todo el mundo. El amor y la preocupación que siento por mi familia en Zambia son tan valiosos como el amor y la preocupación que siente un estadounidense por su familia o un europeo por la suya.
Es necesario que cada persona se vacune para que todos estemos a salvo de manera colectiva. Hasta que eso ocurra, debemos seguir siendo considerados y compasivos. También reconocer nuestro propio privilegio de tener los recursos para protegernos de este virus. El covid-19 nos ha demostrado que no discrimina, y el antídoto tampoco debería hacerlo.