Nota del editor: Wendy Guerra es escritora cubanofrancesa y colaboradora de CNN en Español. Sus artículos han aparecido en medios de todo el mundo, como El País, The New York Times, el Miami Herald, El Mundo y La Vanguardia. Entre sus obras literarias más destacadas se encuentran “Ropa interior” (2007), “Nunca fui primera dama” (2008), “Posar desnuda en La Habana” (2010) y “Todos se van” (2006). Su trabajo ha sido publicado en 23 idiomas. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora. Mira más en cnne.com/opinion
(CNN Español) – La llegada de Gabo a la Escuela Internacional de Cine y Televisión era el gran acontecimiento con el que todos los alumnos soñaban, lo que movía a jóvenes de los cinco continentes a consagrar varios años de su vida al aprendizaje y la experimentación, aislados en un pequeño pueblo de Cuba llamado San Antonio de los Baños.
Conocer al autor de Cien años de soledad, al hombre que cambió la literatura del siglo XX, escucharlo intercambiar ideas, sentirlo trabajar en tus proyectos creativos y conducirte en el proceso de convertir la literatura en un producto cinematográfico, parecía una utopía. Aunque todos pasamos meses esperando ese momento, nunca imaginé que su presencia en la escuela cambiaría mi vida y obra para siempre.
El fin de semana anterior a la llegada del Premio Nobel de Literatura a la escuela, el director me pidió que me retirara de la instalación, pues según su criterio, yo no tenía la mejor puntuación, asistencia, ni aptitudes requeridas para acceder a sus clases.
El lunes de esa semana, llorosa y sin apenas dormir, esperaba un automóvil que me regresara a La Habana, cuando, a un costado del lobby, armada de todas mis maletas y a punto de abordar un viejo Chevrolet del 59, vi llegar, en un Mercedes Benz negro, al mismísimo Gabriel García Márquez.
Allí estaban todos los alumnos y profesores, filmando y tomando fotografías. La bienvenida era sincera y desprejuiciada, los estudiantes lo aplaudían y los trabajadores, que sentían devoción por el maestro, lo abrazaban y besaban, en especial Clarita, la secretaria de la escuela y madrina de Gabo, quien, vestida con un elegante traje blanco, como personaje salido de Macondo, le daba la bienvenida espiritual que emocionaba profundamente al escritor.
–¡Llegó García! ¡Alégrese, niña! –me dijo el jardinero al verme llorar. Ese gran hombre pudo ser mi profesor, pensé, todo lo que he escrito y publicado, todo lo que narra mi vida y la de mi madre, está inspirado en su obra.
Los aplausos eran cada vez más fuertes, gritos, bromas, abrazos, y todo eso ocurría muy cerca de mí. No podía creerlo, al fin lo tenía delante, pero no, nunca sería mi maestro.
–¿Quién es Wendy Guerra? –preguntó García Márquez en voz muy baja. Yo, a pesar de haberlo escuchado perfectamente desde la apartada esquina en la que me encontraba, no daba crédito a la situación. Así que me dije: “¡Ey, Wendy!, no hagas caso a tus pensamientos, ¡estás delirando!”.
Tras un breve silencio colectivo, y al ver que nadie contestaba a su simple pregunta, García Márquez insistió: “¿Quién es Wendy Guerra?”. Y fue entonces cuando el director me señaló con el dedo y el escritor avanzó lentamente hacia mí, rodeado de alumnos y profesores, con mucha calma, lentamente, y como si bailara, se deslizó con ese dulce, sensual acento caribeño con el que acostumbraba a transitar el mundo. Me miró a los ojos, acomodó mi pelo, sonrió, tomó mis maletas y se dirigió al interior de la escuela. Gracias a la sensible intervención de la subdirectora, Lola Calviño, supo que conmigo se había cometido una injusticia, y decidió ir al fondo del problema.
Pocos conocen el alma de Gabo, el modo sutil, pero enfático con el que solía actuar contra las injusticias. Cuántas veces intentó convencer a Fidel Castro, y detener asuntos suficientemente graves que acaecían en nuestro entorno cultural, social y de alta política. Fusilamientos, salidas del país, censura, elecciones, libertad de expresión, entre otros delicados temas. El peligroso acercamiento de Gabo al poder, su obsesión por los mandatarios y sus complejos universos, partían de su necesidad de tener la historia en las manos, en estado puro, intervenirla y encarnarla, verificarla y reescribirla como una crónica hecha a medida y en su estilo. De esta otra narrativa, el modo de contar la historia, la perspectiva y la visión humana de ver al caudillo latinoamericano, también trataban sus lecciones.
Sus clases, lo supe enseguida, serían esenciales para trascender todo mi universo intelectual. A partir de ese momento, Gabo y yo nos hicimos amigos. No recuerdo discutir una sola escena, durante esas semanas de taller, que no trajera consigo un debate apasionado. Agudeza, humor, empatía, sentido común y, sobre todo, el humilde desprendimiento de su acervo cultural, para ilustrar y pulir el proceso de aprendizaje de todos sus alumnos.
Cada uno de nosotros aportaba una sinopsis: “alguien quiere algo y alguien o algo se lo impide”. Gabo, por su parte, pedía que trenzáramos una historia con otra, cruzando el destino de los personajes, teniendo como objetivo común, el hallazgo de una historia inolvidable, pero, sobre todo, verosímil.
–No importa que el personaje salga volando, el asunto es hacerlo creíble –nos dijo una mañana Gabriel García Márquez, con sus sandalias de cuero, short azul, camisa de lino y pelo encaracolado.
A su lado leí lo que nunca imaginé tener entre las manos, ediciones príncipes, firmadas por grandes autores. Sus recomendaciones, basadas en una variada gama de literatura que descubrí a los veinte años, desde su discurso Nobel, hasta la obra de William Faulkner, ha sido la base de toda mi literatura.
Conocer a su esposa, Mercedes, fue la verdadera clase magistral, y tenerlos cerca por tanto tiempo, un reto de crecimiento y un gran ejercicio de rigor, entrenamiento profesional y humano. Entrar y salir a sus vidas, conversar de arte y política con absoluta libertad, como nunca pude hacerlo en mi propio país, deshaciendo “mitos revolucionarios”, que él había dado por ciertos, apreciar su capacidad de trabajo y su fascinación por el universo latinoamericano, un gran regalo de la vida.
Días después de su muerte, un periódico español me encargó un grupo de reseñas sobre mis libros preferidos de Gabo. Al intentar escribirlas, me percaté de que había pasado demasiado tiempo con el ser humano y que debía volver a su literatura. Caminando por la Ciudad de México, hundida en la tristeza, me pregunté: “¿A quién extraño más, a quien siento como un padre o al escritor y Premio Nobel de Literatura?”. La respuesta era clara, a Gabo, el maestro, que, en su grandeza, lo contiene todo.