Tiflis, Georgia (CNN) – Sobre el casco antiguo de Tiflis se alza la estatua de la Madre de Georgia, como un Cristo Redentor menos imponente, en Río de Janeiro. “Kartlis Deda”, como la llaman los georgianos, sostiene una copa de vino en la mano izquierda y una espada en la derecha. Ofrece una opción a los recién llegados. Si vienes como amigo, eres nuestro invitado. Si vienes como enemigo, no eres bienvenido.
Tiflis, antigua ciudad de la Ruta de la Seda, no es ajena a la llegada de extranjeros a sus calles. Pero la llegada de más de 100.000 rusos al país desde que Moscú lanzó su invasión a gran escala en Ucrania –el año pasado– ha hecho que los georgianos no sepan si acogerlos como amigos o rechazarlos como enemigos.
El reciente intento del Gobierno de forzar la aprobación de lo que los críticos consideran una ley de “agentes extranjeros” al estilo del Kremlin, y las enormes protestas que lo impidieron, no han ayudado a los inmigrantes a asentarse ni a los locales a sentirse a gusto junto a los recién llegados. Muchos georgianos temen lo que consideran una rusificación progresiva de su país, una historia que conocen demasiado bien.
Georgia, antigua república soviética, lleva mucho tiempo atrapada entre Rusia y Occidente. A pesar de haberse independizado de la Unión Soviética, en 1991, su posible futuro europeo sigue luchando por nacer. La postura de Georgia hacia Rusia es decididamente mixta. Los dos países no mantienen relaciones diplomáticas formales desde que Rusia invadió Georgia, en 2008, pero los rusos que viven y trabajan aquí disfrutan de unos requisitos de visado laxos, lo que la convierte en una opción fácil para quienes huyeron el año pasado.
En las calles de Tiflis, la acogida de los inmigrantes rusos también ha sido variada. “Hay una gran variedad de actitudes”, afirma Iván, un consultor informático, de 20 años, procedente de una ciudad del extremo oriental de Rusia. CNN no revela el nombre real de Iván para protegerlo de posibles represalias si alguna vez regresa a Rusia.
Algunos georgianos son “cálidos y acogedores” y tratan a los rusos como “hermanos”, explica Iván a CNN. Otros les dicen que “se larguen”. La diferencia clave es la edad, según ha descubierto. “Los que son acogedores son en su mayoría personas que nacieron en la URSS. Los que son rusófobos son, sobre todo, jóvenes”, dijo.
Iván recuerda un incidente en un bar hace unos meses. Al reconocer su “aspecto eslavo”, dijo, una joven georgiana se le acercó y, sin que él la provocara, le dijo: “Buque de guerra ruso, váyase a la mi****”“, haciéndose eco de las palabras de un soldado ucraniano que defendía una isla del mar Negro contra la Armada rusa en los primeros días de la guerra.
“Intento reaccionar con comprensión, porque entiendo las razones por las que ocurre esto”, dice Iván. Pero estos incidentes pueden pasar factura. “Siento una especie de frustración”.
George Mchedlishvili, profesor asociado de Política Exterior en la Universidad Europea de Tiflis, explicó el recelo de algunos georgianos. “Para algunos, la lengua rusa es un detonante. Es el idioma que hablaban los soldados rusos”.
La reciente agresión rusa sigue fresca en la memoria. Rusia invadió las regiones separatistas de Abjasia, en 1992, y Osetia del Sur, en 2008, cuando libró una guerra de cinco días con Georgia. A día de hoy, Rusia ocupa el 20 % del territorio internacionalmente reconocido de Georgia. Los georgianos han visto a los rusos entrar en su país muchas veces en el pasado, no siempre, como el año pasado, con maletas y mascotas, sino con armas y tanques.
Iván llegó a Georgia con una maleta, pero podría haberse encontrado llegando a Ucrania con un arma. Como sirvió en el Ejército ruso hace algunos años, se convirtió en un “activo valioso”, dice, después de que el presidente Vladimir Putin anunciara una movilización parcial en septiembre.
Al día siguiente, los oficiales visitaron su domicilio social: la casa de su madre, en su ciudad natal. “Al principio, ella no quería abrir la puerta, pero fueron insistentes. Venían cada hora”, explica. Iván se había trasladado a San Petersburgo por motivos de trabajo mucho antes, pero cuando se enteró de la noticia de estas visitas, supo que tenía que salir de Rusia. Al día siguiente, tomó un tren hacia el sur y luego un taxi hasta la frontera con Georgia.
“Tuve suerte de pasar la frontera”, dijo Iván. Había sido detenido en marzo del año pasado por protestar contra la guerra de Rusia contra Ucrania y pasó varios días en prisión antes de ser puesto en libertad, dijo. Aunque no se enfrentaba a cargos penales, temía que sus datos hubieran sido almacenados y que le bloquearan la salida del país. Pero cruzó la frontera sin problemas.
“Culpable hasta que se demuestre su inocencia”
A pesar de haberse convertido en “enemigo” de su propio Estado, Iván dice que sigue sintiéndose como el “enemigo” en Tiflis. Algunos georgianos se han mostrado más indulgentes con los rusos que huyeron de su país nada más comenzar la guerra. A ellos se les considera auténticamente opuestos al conflicto, mientras que a los que huyeron del servicio militar obligatorio solo se les considera opuestos a luchar en él.
Algunos georgianos, desconocedores de su encarcelamiento, ven a Iván como uno de los rusos con menos conciencia política, afirma. El truco, dice, es demostrar tu “inocencia” lo antes posible, mostrando que te opones a las acciones del Gobierno ruso, quizá llevando una bandera ucraniana.
Pero algunos se encuentran con normas más exigentes. “Hay algunos bares que te hacen firmar al entrar”, explica Daria Polkina, 27 años, diseñadora gráfica independiente de Moscú. “Si sospechan que eres ruso, te hacen firmar un papel que dice: ‘Estoy en contra de Putin y de lo que sea que esté haciendo’”. A los rusos que no firman se les niega la entrada, explicó.
Polkina ha firmado antes, pero dijo que tales requisitos previos difícilmente propician una velada amistosa, añadiendo que ha habido “malos encuentros”. “La mayoría de las veces que me encuentro con georgianos, cuando me preguntan de dónde soy, les digo que de Rusia, y luego les digo que lo siento”, explica. “Me hace sentir avergonzada, culpable”.
Incluso los bares de la capital georgiana sin estas restricciones dan a conocer sus sentimientos. Muchos llevan carteles que van de lo directo (“F*** Putin”) a lo histórico (“Rusia es una ocupante”), pasando por los que establecen las condiciones del compromiso (“No hablamos ruso”). La mayoría de los georgianos hablan ruso o al menos lo entienden, pero cada vez se muestran menos dispuestos a hacerlo. “Hablo ruso, pero no hablo ruso”, decía un camarero del barrio Sololaki de Tiflis.
El resultado es que muchos rusos han empezado a aislarse, abriendo sus propios bares y cafés. “Intento encontrar sitios en Tiflis que tengan un ambiente agradable y acogedor”, dice Polkina. “Un lugar donde la norma sea ‘no a la política’”.
La apatía: un lujo que los georgianos no pueden permitirse
Muchos georgianos se sienten frustrados cuando los rusos vienen a Tiflis e intentan vivir una vida libre de política, un lujo que pocos georgianos pueden permitirse.
Mchedlishvili afirmó que, aunque en Georgia hay pocos “partidarios incondicionales de Putin, que ondean banderas y se golpean el pecho”, hay muchos rusos que son “como una hoja en blanco”. No saben casi nada de relaciones internacionales y, a veces, se ve que no les interesan”. Eso es lo que irrita a algunos georgianos”.
Estos inmigrantes más apáticos, dijo Mchedlishvili, “habrían querido que todo [en Rusia] siguiera igual, hasta que perdieron su zona de confort. Hasta que se dieron cuenta de que no había Starbucks. Entonces se van al lugar donde todas estas sutilezas están disponibles”.
Salomé Dzvelaia, traductora local, de 31 años, dijo que mientras los rusos se han contentado con permanecer en sus “zonas de confort” en Tiflis, la vida para los locales se ha vuelto cada vez más incómoda. El ruso promedio medio es más del doble de rico que el georgiano promedio; la afluencia de migrantes y de divisas a Georgia ha sido tan grande que, según un reciente informe del FMI, la economía de Georgia creció un 10 %, en 2022. Pero el auge ha causado malestar: los alquileres se dispararon un 75 % en Tiflis, el año pasado, expulsando a muchos locales del centro.
“Los georgianos no pueden permitirse US$ 800 al mes”, explica Dzvelaia. Cuando decidió alquilar su apartamento el año pasado, “recibí muchas llamadas en dos minutos. Unas 20 llamadas de rusos. Me dijeron: ‘Pagaremos el doble. Por favor, necesitamos este apartamento’”. Pero ella rechazó estas ofertas, y en su lugar alquiló al precio original a una mujer georgiana que había sido desahuciada recientemente de su apartamento, después de que una familia rusa ofreciera pagar mucho más que el precio de mercado.
Dzvelaia afirmó que le molesta ver que los rusos tienen una “buena vida” en Georgia. Reconoce que sus palabras pueden sonar xenófobas, pero explica que su resentimiento se debe a las acciones expansionistas de Rusia, que han marcado su vida desde antes de que naciera. Mientras algunos rusos intentan vivir libres de la política en Georgia, Dzvelaia dice que “no puede escapar de la política”.
La familia de Dzvelaia procede de la región de Abjasia, ahora ocupada. Cuando Rusia lanzó su invasión, en 1992, vinieron primero por la gente conocida, en un intento de aterrorizar al resto de la población, cuenta. Cuando su abuela, una famosa escritora, fue una mañana a comprar pan, su abuelo, dueño de una fábrica, recibió un golpe en la puerta. “¿Es usted Khuta Jgamadze?”, le preguntó un grupo de soldados rusos. Cuando confirmó que lo era, le dispararon ocho veces. La familia de Dzvelaia lo enterró en el jardín.
Según la tradición ortodoxa georgiana, la abuela de Dzvelaia se comprometió a permanecer junto a la tumba durante 40 días de luto. Pero las fuerzas invasoras rusas avanzaron acercándose en este periodo y miles de personas comenzaron a evacuar. La madre de Dzvelaia, que en ese momento estaba embarazada, decidió que no podía esperar más. Huyó con su marido antes de que se cumplieran los 40 días, mientras que la abuela se quedó.
“La mataron el 27 de septiembre, el día en que nací”, cuenta Dzvelaia. Su madre la dio a luz en los bosques que bordean los caminos de la montañosa región georgiana de Svaneti, enclavada en lo alto del Cáucaso. Su familia formaba parte de los 250.000 georgianos desplazados por la invasión, en lo que Naciones Unidas ha reconocido como una campaña de limpieza étnica. Desde entonces viven en Tiflis.
Para ayudar a los inmigrantes rusos a comprender mejor esta historia, Mchedlishvili imparte clases sobre las relaciones entre Georgia y Rusia a los recién llegados, “para que cuando vean carteles como ‘Rusos, vuelvan a casa’, entiendan las razones”. Quiere que entiendan que “algunas personas no pueden excluir la política”, por lo que invita a Dzvelaia a contar su historia a la clase.
“Cuando he explicado la historia antes, nunca he llorado”, dice. “Pero allí, cuando estaba delante de los rusos, lloré. Estaba temblando”. Los miembros de la clase también lo hicieron. Se acercaron a abrazarla, uno por uno. Mchedlishvili dijo que espera que trabajos como éste puedan “contribuir a un posible deshielo” en las relaciones entre ambos grupos. “Está por ver si persistirá, pero es una responsabilidad individual de los ciudadanos, tanto georgianos como rusos”.
Georgia, en el precipicio
Desde que empezó la guerra, es difícil encontrar una calle en Tiflis que no esté pintada con una bandera ucraniana. Pero también se ven otros tonos de azul y amarillo: los de la bandera de la Unión Europea.
“Necesito que todo el mundo entienda que Georgia es un país europeo”, dijo Dzvelaia. “Todos queremos entrar en la Unión Europea para tener un futuro mejor, porque si no lo hacemos… creo que la situación empeorará”.
La opinión es ampliamente compartida entre los georgianos: el 83 % de la población aprueba la adhesión a la Unión Europea , según una encuesta realizada en 2022 por el Instituto Democrático Nacional. Incluso los menos interesados sienten la atracción. “Si yo fuera georgiano, también querría formar parte de la Unión Europea”, afirma Polkina. “La vieja generación piensa en cómo eran las cosas antes. La generación joven piensa en cómo podrían ser las cosas. Quieren formar parte de la Unión Europea. Rusos, no nos dañen esto”.
Pero uno de los pocos lugares en los que esta opinión no se mantiene en Tiflis es el más consecuente. Muchos acusan al Parlamento de Georgia, dirigido por el partido gobernante Sueño Georgiano, de mostrar poco interés en una mayor alineación con Europa. En julio, la UE dio a Georgia una lista de 12 exigencias que debía cumplir si quería obtener el estatuto de candidato.
El Gobierno de Georgia no ha respondido a la petición de CNN de hacer comentarios para este texto. Pero en declaraciones públicas, el Gobierno ha subrayado su compromiso de cumplir las exigencias de la Unión. El primer ministro, Irakli Garibashvili, declaró antes de la cumbre del Consejo de Europa celebrada este mes en Islandia: “Nuestro mensaje clave es que Georgia, nuestro país y nuestro pueblo georgiano, merecen el estatus de candidato”.
Pero los críticos dicen que esto es mera pose; el Gobierno ha estado tirando en la dirección opuesta, acercándose cada vez más a la órbita del Kremlin. Algunos afiliados al partido gobernante hicieron fortuna durante la desintegración de la Unión Soviética y mantienen una lealtad moderada a Rusia. Pero sus simpatías son cada vez menos discretas.
En marzo, el Gobierno aprobó una controvertida ley que habría obligado a las empresas que recibieran una determinada proporción de su financiación del extranjero a registrarse como “agentes extranjeros”. El Kremlin ya ha aprobado leyes de este tipo en el pasado, que han servido de pretexto para reprimir a los medios de comunicación independientes y a la sociedad civil.
“Esta ley significa que nos han devuelto a Rusia”, declaró entonces Manana Bubutashvili, de 63 años, a CNN. Fue una de las miles de georgianas que salieron a la calle para protestar contra la ley. Le recordaba a las manifestaciones a las que había asistido en 1991, cuando Georgia luchaba por asegurar su independencia frente a Rusia. “Estuve aquí hace 32 años… Todo lo que hemos hecho, todo contra lo que hemos luchado, significa que ha sido en vano”, dijo.
Sin embargo, tras varias noches de intensas protestas, en marzo, en las que los georgianos ondearon desafiantes la bandera de la UE, mientras eran repelidos por cañones de agua, el Gobierno anunció que desecharía el proyecto de ley que acababa de aprobar. Georgia, que durante muchos años se había deslizado hacia la autocracia, parecía haberse recuperado del abismo.
Pero muchos temen que siga estando cerca. Y, en un momento en que la mayoría de los georgianos piden a gritos ser más europeos, su Gobierno mantiene al país atado a su pasado soviético. A principios de mayo, Rusia anunció que restablecería los vuelos directos a Tiflis y permitiría viajar sin visado a los ciudadanos georgianos. Vídeos difundidos en las redes sociales muestran a manifestantes georgianos frente al aeropuerto de Tiflis, el viernes 19 de mayo, con pancartas en las que se lee “no son bienvenidos”. La policía también detuvo a varias personas que protestaban por la reanudación de los vuelos directos.
Polkina dijo que no puede imaginar cuándo será seguro volver a Rusia. Pero cada vez le preocupa más que Georgia empiece a resultarle demasiado familiar. “Me temo que Georgia se parece demasiado a Rusia. Me temo que podría ir en cualquier dirección: Podría mejorar y avanzar hacia la Unión Europea. O podría empeorar y parecerse a Bielorrusia. Realmente espero que eso no ocurra”.
– Niamh Kennedy, Eve Brennan, Rhea Mogul, Sophie Tanno, Hannah Ritchie y Katya Krebs, de CNN, contribuyeron con este reportaje.