Nota del editor: Frida Ghitis, (@fridaghitis) exproductora y corresponsal de CNN, es columnista de asuntos mundiales. Es colaboradora semanal de opinión de CNN, columnista del diario The Washington Post y columnista de World Politics Review. Las opiniones expresadas en este comentario le pertenecen únicamente a su autora. Ver más opiniones en CNN.
(CNN) – No cabe duda de que los libros de historia dedicarán un espacio considerable al impacto que tuvo el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, en el destino de su asediada nación.
Al fin y al cabo, Netanyahu, apodado “Bibi”, ya era el primer ministro que más tiempo llevaba en el cargo antes de que en diciembre consiguiera asegurarse otra temporada en el puesto más alto, iniciando así su mandato más tumultuoso y el que puede acabar definiendo su legado.
Y ahora mismo, ese legado parece oscuro.
A menos que se produzca un cambio repentino, es probable que la historia recuerde a Netanyahu como el hombre que sirvió a los intereses de los enemigos de Israel dividiendo al país en bandos enfrentados amargamente. En lugar de buscar un terreno común y tratar de unir al pueblo, siguió adelante con un plan que socava los cimientos democráticos del país.
Este lunes, como si la historia quisiera poner de relieve la fragilidad de su poder, Netanyahu salió del hospital tras una intervención de urgencia para implantarle un marcapasos a tiempo para una votación clave en la Knesset, el parlamento de Israel.
La oposición boicoteó la votación, pero la Knesset aprobó un elemento clave de la propuesta de revisión judicial destinada a recortar el poder de los tribunales y reforzar el del Parlamento, el Gabinete y el primer ministro, todos ellos bajo el control de Netanyahu. El proyecto de ley, aprobado por 64 votos a 0, suprime la llamada cláusula de razonabilidad, debilitando la capacidad del Tribunal Supremo para revisar las decisiones del Gabinete que considere poco razonables.
Todo forma parte de un paquete legislativo que los partidarios de Netanyahu califican de “reformas”, argumentando que fortalecerían la democracia. Sin embargo, los opositores insisten en que estas medidas constituyen un golpe de Estado, que permite al gobierno más derechista de la historia de Israel gobernar sin ningún tipo de control y equilibrio y que podría acercar al país a una dictadura.
En Estados Unidos, los tres poderes del Estado pueden controlarse mutuamente y los 50 estados gozan de gran autonomía. Pero en el sistema parlamentario de Israel, el primer ministro controla no solo el ejecutivo, sino también el legislativo a través de su coalición mayoritaria en el Parlamento. Y no existen tribunales y asambleas legislativas estatales separados. Sin la supervisión del poder judicial, el primer ministro y su bloque tienen poco que les impida impulsar su agenda.
Los partidarios de la reforma afirman que refleja los resultados de las elecciones y hará que el país sea más democrático al eliminar a los jueces no elegidos.
Pero la medida ha hecho sonar las alarmas en todo el país. Durante 29 semanas consecutivas, los israelíes han protestado en las calles, bloqueando carreteras y exigiendo que se detengan los cambios de gran alcance en el sistema jurídico de su país. Las manifestaciones han sido enormes, llegando a congregar a 200.000 personas a la vez, según algunas estimaciones, en un país de solo 10 millones de habitantes.
La pasión que mueve a estos defensores de la democracia es el único lado positivo de la crisis israelí. El pasado fin de semana, miles de personas emprendieron una extenuante marcha de Tel Aviv a Jerusalén, una empinada cuesta arriba bajo temperaturas abrasadoras. Estaban decididos a detener lo que, según ellos, cambiará el carácter de su país.
En una “carta de emergencia” publicada en enero, destacados economistas advertían de que “la concentración de un vasto poder político en manos del grupo gobernante sin fuertes controles y equilibrios podría paralizar la economía del país”.
Altos funcionarios de seguridad escribieron una carta mordaz a Netanyahu, haciéndolo personalmente responsable de causar graves daños a la seguridad de Israel. Los soldados de la reserva han declarado que dejarán de prestar servicio voluntario y decenas de empresas están cerrando sus puertas en señal de protesta.
La agenda de Netanyahu es muy diferente de lo que prometió cuando llegó al cargo de nuevo hace siete meses.
Entonces prometió centrarse en detener el programa nuclear iraní, ampliar las relaciones de Israel con los países árabes y fortalecer la economía.
Pero Netanyahu dio un giro de 180 grados casi de inmediato, y lo hizo probablemente para afianzarse en el poder complaciendo a sus nuevos socios de coalición de ultraderecha y posiblemente, aunque él lo niega rotundamente, para protegerse de los procesos por corrupción a los que se enfrenta, por cargos que él niega.
Para Netanyahu, es una lucha por su supervivencia. Para Israel, es una batalla sobre el carácter del país. ¿Seguirá siendo una democracia moderna y pluralista, una nación de mayoría judía con un gobierno laico, o se convertirá en un país religioso nacionalista con leyes que reflejen los principios religiosos, con menos respeto por el pluralismo y los derechos individuales y quizá más autoritarismo?
Para convertirse en primer ministro, Netanyahu tuvo que conseguir el apoyo de suficientes partidos para obtener 61 votos de los 120 escaños de la Knesset. Para formar una coalición, incorporó a radicales de ultraderecha que hasta entonces habían sido considerados parias.
Los ultraderechistas Itamar Ben Gvir y Bezalel Smotrich, cuyos partidos obtuvieron 13 de los 120 escaños, tienen ahora el poder para promulgar sus posturas radicales, que incluyen ampliar el control israelí de la Ribera Occidental, dar marcha atrás en las políticas socialmente liberales e inyectar más religión en la vida pública.
Netanyahu lleva mucho tiempo atemperando su ideología con pragmatismo, pero cambiar de rumbo podría significar perder su apoyo y ver cómo se derrumba su coalición.
Las encuestas muestran que la popularidad de Netanyahu comenzó a hundirse desde el momento en que empezó a impulsar la agenda de la ultraderecha. Una encuesta realizada en febrero reveló que aproximadamente dos tercios de los israelíes se oponían a la reforma. Desde entonces, múltiples encuestas han mostrado que si se celebraran elecciones ahora, Netanyahu y su derecha perderían el poder.
Lo más dramático es que una encuesta publicada durante las vacaciones de Pascua reveló que la aprobación de Netanyahu se desplomaba. Cuando se les preguntó a quién preferirían como primer ministro, solo el 34% dijo que a Netanyahu frente al centro-derechista Benny Gantz, con el líder de la oposición Yair Lapid también superando al líder israelí.
El presidente Joe Biden, a quien los israelíes conocen como partidario de Israel, ha instado a Netanyahu a salvaguardar la democracia israelí e intentar conseguir un apoyo generalizado a los cambios. El gobernador de Florida, Ron DeSantis, aspirante a la candidatura presidencial del Partido Republicano en 2024, ha dicho que Biden debería mantenerse al margen de las deliberaciones internas de Israel. Otros dicen que es hora de que Estados Unidos empiece a alejarse de Israel. Biden tiene razón al buscar un término medio. A los israelíes les importa lo que piense su aliado indispensable.
Netanyahu ha sido la figura más destacada de la política israelí durante décadas. Es un hombre brillante y un político dotado. Ha conseguido grandes logros que han beneficiado a Israel. Impulsó el dinamismo económico del país, contribuyendo a convertirlo en una potencia financiera, tecnológica y de seguridad. Construyó los lazos diplomáticos de Israel en un entorno hostil, incluso entre los países árabes.
Pero también ahogó el último aliento de una solución de dos Estados ciertamente moribunda sin ofrecer una salida significativa al conflicto con los palestinos, y socavó el apoyo bipartidista a Israel en Estados Unidos al contribuir a la politización de la cuestión por parte del expresidente Donald Trump.
Ahora, en su propio beneficio, Netanyahu está jugando no solo con la democracia de Israel, sino también con su tejido social, con la cohesión que necesita para sobrevivir cuando tantos aún juran destruirla. A menos que cambie de rumbo, la historia no será amable.