Nota del editor: Leonardo Tarifeño (Argentina, 1967) es periodista, editor y crítico literario. Vivió y trabajó como reportero y editor en Barcelona, Budapest, Río de Janeiro y Buenos Aires. En México fue coeditor de la Revista Cultural El Angel, del periódico Reforma, y en Argentina fue columnista del diario La Nación y editor de sección en la revista Rolling Stone. Es autor de “Extranjero siempre. Crónicas nómadas” (Almadía-Producciones El Salario del Miedo), elegido por Reforma como uno de los mejores libros periodísticos publicados en México en 2013, y de “No vuelvas” (Almadía, 2018), crónica sobre los deportados mexicanos que llegan a Tijuana. Actualmente es parte del equipo de escritores y editores de CNN en Español.
(CNN Español) –– No es exagerado decir que en la literatura mexicana hay un antes y un después de José Agustín, el escritor fallecido este martes a los 79 años en Cuautla, Morelos. Su aparición en 1964, con la novela “La tumba”, puso a debatir asuntos que hasta ese momento no eran ni de lejos los centrales en el campo intelectual del país, como la autonomía de la idiosincrasia juvenil, el derecho al consumo de drogas, el valor cultural del rock y la reivindicación de una literatura ajena, por no decir contraria, a todo lo que pareciera institucional.
En una sociedad que en 1968 convirtió al nombre de Tlatelolco en el sinónimo mundial de masacre y que en 1971 se escandalizó con las imágenes de “nudismo y marihuana” que mostraban el ambiente flower power del festival de rock de Avándaro, Agustín le abrió las puertas de la literatura a todos esos grandes protagonistas del desprecio urbano: los pelilargos, los jipitecas, los marihuanos, los veinteañeros inconformes y los rebeldes sin causa. Nadie en México ha vuelto a tener un gesto similar. Y, quizás por eso, su muerte evoca la incómoda sensación de asomarse a un abismo, a una ciudad desierta donde parecería que las figuras de su temple y dimensión ya han dejado de existir.
Una muestra de su talante, siempre opuesto al ideario de una burocracia cultural que durante décadas premió a sus mejores representantes con cargos diplomáticos en el extranjero o migajas de poder político, es la actitud que tuvo durante una charla que debía dar el 13 de septiembre de 1968 en el centro de la Ciudad de México, auspiciado por la Dirección de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Para ese día, el movimiento estudiantil había convocado a “la marcha silenciosa”, una protesta sin consignas ni cantos que buscaba responder a la represión del Gobierno de Gustavo Díaz Ordaz con la terrible elocuencia que solo podía brindar el silencio. Agustín quería sumarse a la manifestación, pero no podía hacerlo porque tenía que estar presente en su plática. Así que, ya en la sala del Palacio de Bellas Artes donde estaba programado el evento, esperó a que el acto comenzara, tomó el micrófono cuando le concedieron la palabra y, sin dejar lugar a dudas, invitó a los asistentes a que dejaran de ser espectadores y se convirtieran en protagonistas. “Llegó gente, increíblemente -recordaría años después-. Y yo me eché el speech más corto de mi vida. Dije ‘miren, señores, la realidad está ahí afuera, y creo que todo lo que debemos de hacer es dejar esta mamada e incorporarnos a la manifestación’”. El escritor y su público se levantaron de sus asientos y se perdieron en la marcha, de la que los archivos del Museo Legislativo dicen que asistieron unas 300.000 personas. Menos de un mes después, el 2 de octubre de 1968, tendría lugar la matanza de estudiantes de la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco.
Agustín fue un escritor popular, es decir, una rareza. Varios de sus libros ––las novelas “La tumba”, “De perfil”, “Ciudades desiertas” y “Se está haciendo tarde (final en laguna)”, así como el ensayo “La contracultura en México” y los tres volúmenes de “Tragicomedia mexicana”–– son auténticos long sellers que se reeditan año tras año. Su sensibilidad y apertura mental siempre conectaron con el espíritu de un tiempo marcado por el desprejuicio del rock, el consumo experimental de las drogas y la libertad del habla de los jóvenes, cuyos giros y palabras inventadas pueblan cada uno de sus libros. Esa cultura, que entre los años 60 y 70 fue perseguida por las autoridades y despreciada por un mundo literario que prefería verse en el espejo que le proporcionaba el gran poeta Octavio Paz, solo encontró respetabilidad en el ambiente de lo que se llamó la “contracultura”, legitimada en Estados Unidos por los beatniks Jack Kerouac y William S. Burroughs y en México por el grupo de creadores reunidos alrededor de Jaime García Terrés, el legendario director general del Fondo de Cultura Económica (FCE).
Los vínculos de Agustín con ese grupo, donde brillaban el artista Vicente Rojo, el dramaturgo Juan Tovar y la poeta Elsa Cross, se reforzaron con la amistad del esquivo Carlos Castaneda, de quien Octavio Paz prologaría la versión en español de “Las enseñanzas de Don Juan” (publicada por el FCE) y Agustín traduciría “El don del águila”, el primer libro de Castaneda fuera del FCE. Justamente hablando sobre Castaneda, en su casa de Cuautla, Agustín dio una vez más una muestra de su carácter liberal y relajado, siempre más cercano al gozo, la calidez y el respeto que al frío snobismo que se le suele adjudicar a las grandes estrellas literarias. En una charla que recojo en el libro “Extranjero siempre”, mientras en el living de su casa sonaban discos de Electric Light Orchestra y DJ Shadow, quise saber si alguna vez le había pedido más detalles a Castaneda acerca de las experiencias “de poder” que narraba en sus libros, que incluían milagros físicos y alucinaciones en distintas dimensiones. Ya que eran amigos y se veían con cierta frecuencia, tal vez le había preguntado algo. “Bueno, yo lo aceptaba como era -me dijo-, en ese sentido soy muy poco curioso, si él no tenía el menor deseo de decir nada acerca de eso, pues no digas nada y a la chingada. Era un tipo tan simpático, tan agradable, que no se necesitaba andar hurgándole mucho”. Con ese antecedente, todo indica que Agustín habría sido un pésimo reportero. Pero fue esa misma actitud de desenfado, lealtad y sagrado respeto la que, sumada a su creatividad luminosa y llena de ironía, le otorga un lugar singularísimo en la literatura mexicana, mucho más preponderante del que le concede la etiqueta “literatura de la onda”. Y es que Agustín no fue un escritor limitado a una generación ni, solamente, un personaje definido por los valores de su tiempo. En realidad, fue todo aquello que se le pide a un artista: una figura capaz de captar el pulso de su época, enriquecer la voz de una cultura y animar a los suyos a vivir con intensidad y lucidez hasta el último momento. Sus libros lo retratan y demuestran que entre ellos y sus lectores siempre habrá un antes y un después.