Por Michael Mansfield, especial para CNN
Nota del editor: Hace diez años inició la guerra en Iraq. Esta semana nos enfocaremos en las personas involucradas en la guerra y en las vidas que cambiaron para siempre. Michael Mansfield encabezó la protesta Acción Legal Contra la Guerra en 2003. Es autor del libro: Memoirs of a Radical Lawyer (Memorias de un abogado radical).
(CNN) – Hace diez años pertenecí a un pequeño grupo de abogados británicos que se opusieron a la invasión de Ira1 por ser ilegal y carecer de la autorización de Naciones Unidas.
Todos defendíamos firmemente la noción de que el imperio de la ley era el cimiento de cualquier sociedad civilizada y democrática. Sin él, nuestra vida estaría sujeta a un desorden absoluto en la que el poder se convertiría en el derecho.
La materialización del imperio internacional de la ley son la Carta de Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que fueron el resultado directo de la devastación que el régimen nazi provocó en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Nadie quería que tal agresión flagrante se repitiera, así que se redactó la Carta de las Naciones Unidas para reemplazar la diplomacia de la violencia con las medidas pacíficas que el Consejo de Seguridad de la ONU supervisaría.
Esta visión no era nueva. En 1945, Estados Unidos, Reino Unido y la mayoría de los 50 Estados que originalmente habían acordado esta estructura ratificaron la Carta de la ONU. Al haber sido discutida a fondo por los expertos y con un enorme respaldo, el documento no era un acuerdo aventurero, irreal o extravagante. La Carta no es simple palabrería: está llena de sentido común y debería ser una lectura obligatoria en todas las escuelas.
El artículo 1 deja en claro que el principal propósito de la ONU es “mantener la paz y la seguridad internacionales y para ello se tomarán las medidas colectivas eficaces para prevenir y remover las amenazas contra la paz” y actuar de acuerdo con los principios de la justicia y las leyes internacionales.
La ONU tiene la facultad de determinar qué medidas colectivas deben tomarse; los Estados individuales no deben tomar acciones unilaterales o bilaterales. No se trata de ciencia de cohetes, sino de la simple aplicación de límites y del respeto a las reglas que acordaron Gran Bretaña y Estados Unidos cuando firmaron la Carta.
Sin embargo, esto no es lo que ocurrió hace 10 años a instancias del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, y del Primer Ministro británico, Tony Blair. Su agenda era bastante diferente: remover a un dictador, Saddam Hussein, y a su abominable régimen.
Sin embargo, el cambio de régimen no está permitido en la Carta, aunque era deseable. Si estuviera permitido, las naciones poderosas podrían ir por el mundo abusando de los débiles o, más particularmente, de los Estados que consideren hostiles a sus propias ambiciones.
En caso de que algunos políticos no entiendan todo esto, el Artículo 2, fracción 4 lo define en términos inequívocos: “En sus relaciones internacionales, todos los Miembros se abstendrán de amenazar o de usar la fuerza en contra de la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado”.
Todo el mundo reconoce que podría haber excepciones a esta regla; no obstante, la Carta no autoriza específicamente la acción preventiva ni prioritaria (por ejemplo, entrar primero que nadie) con base en la percepción de una amenaza futura.
La única forma en la que el eje Bush-Blair pudo superar este predicamento era inventar un caso de amenaza, cosa que hicieron al manipular información errónea acerca de la existencia de armas de destrucción masiva en Iraq (que nunca fueron encontradas) y la falsa afirmación de que Saddam Hussein podría desplegar esas armas de destrucción masiva en un lapso de 45 minutos.
Este argumento, que era falso, se volvió la base de la invasión porque la ley internacional cerró la otra ruta hacia la guerra. La ONU tenía el poder de autorizar la intervención militar una vez que todas las demás opciones se hubieran agotado y la paz y la estabilidad de la región estuviera en riesgo. En ese momento se debatió si Iraq cumplía esos requisitos al no adherirse a las resoluciones de la ONU sobre el desarme.
En la resolución principal 1441 del Consejo de Seguridad de la ONU, que se adoptó en noviembre de 2002, se exhortaba a Iraq a desmantelar sus armas de destrucción masiva y a cooperar con los inspectores de armas de la ONU. El Consejo dejó en claro que seguían al mando y que no habían autorizado el uso de la fuerza en Iraq.
Tony Blair insistió ante el público británico que solo apoyaría una guerra si se aprobaba una segunda resolución en la que el Consejo de Seguridad autorizara la acción, pero esa resolución nunca se emitió. Bush y Blair se dieron cuenta de que nunca llegaría, así que se prepararon para actuar en coalición por su cuenta. Ya estaban listas las tropas. No había retorno.
Por esto, Bush y Blair no estaban listos para permitir que los inspectores de armas que estaban en Iraq siguieran trabajando. Los inspectores no habían encontrado pruebas de la existencia de armas de destrucción masiva, ni antes de la guerra ni después, pero se les ordenó que se retiraran.
No soy el único que opina esto. Hay un consenso legal internacional sustancial que reconoce que la invasión era ilegal. Kofi Annan, el entonces secretario general de la ONU, dijo a la BBC en 2004 que la Carta había sido violada y que el Consejo de Seguridad no había sancionado la invasión.
En el Reino Unido seguían esperando los resultados de una investigación sobre las circunstancias en las que se tomó la decisión de ir a la guerra. Blair nunca quiso esta investigación, pero se vio obligado a acceder por la presión de las familias de las víctimas. Han pasado dos años y el gobierno ha obstaculizado las revelaciones y la publicación. Esto es intolerable e inexcusable.
Creo que George W. Bush y Tony Blair deberían ser enjuiciados por crímenes de guerra, según los define la ley internacional.
La Corte Penal Internacional se estableció en 1998 para lidiar con los individuos que cometen delitos internacionales. Se acordó que se juzgarían cuatro transgresiones: crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, genocidio y agresión. Desafortunadamente, solo se han perseguido los primeros tres. Hay que reconocer en su favor que el Reino Unido se unió a la corte. Sin embargo, Estados Unidos no lo hizo por temor a que sus líderes terminaran acusados de crímenes ante la corte.
Aunque no se puede perseguir un acto de agresión, los crímenes de guerra que se cometen después, sí. Por ejemplo, al iniciar un ataque como la invasión a Iraq, el saber que es probable que se ocasionen muertes incidentales o lesiones a los civiles o al medio ambiente (Artículo 8) hará imputable al perpetrador. El que las fuerzas de la coalición usaran bombas de racimo o uranio empobrecido (que se explican con el eufemismo de ‘daño colateral’) contra los civiles vulnerables entra en esta definición. Como resultado, el bufete al que yo pertenecía, junto con otros grupos de Europa, pidió a la Corte Penal Internacional que actuara contra los políticos británicos por su participación en la guerra. No ha pasado nada.
Es aún más problemático llevar a los líderes estadounidenses ante la corte. El Consejo de Seguridad remitiría a los estadounidenses a la corte, pero Estados Unidos es miembro permanente y puede vetar cualquier remisión potencial.
Como alternativa, cada Estado miembro podría incorporar estos delitos de jurisdicción universal a su propia legislación. Así, si un perpetrador de crímenes de guerra estadounidense que se encontrara bajo la jurisdicción de ese país podría ser arrestado.
Reino Unido tiene esa disposición, pero cuando los ciudadanos británicos pidieron órdenes de aprehensión en relación con las visitas de los líderes militares y políticos de Israel —quienes son potencialmente responsables por los crímenes de guerra en Gaza—, el gobierno británico colocó obstáculos a su futuro uso en un acto reprobable. Así, George W. Bush puede planear una visita para tomar el té con Tony Blair en Londres sin temor de que se le procese en Reino Unido.
Todo el episodio que rodea a la guerra de Iraq es un relato de mal gusto que ha socavado el imperio de la ley y ha manchado la reputación de las leyes internacionales.
Si no se puede hacer responsable a los Estados de Occidente, ¿cómo podemos esperar que el resto del mundo respete estos principios? Es hora de que Bush y Blair sean investigados a fondo, de forma independiente y judicial, por los crímenes que en mi opinión se cometieron; es hora de que se castigue el delito de agresión.
Hasta que esto se corrija, la lotta continua! (la lucha continúa).
Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Michael Mansfield.