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Por Kellie Morgan

Nota del editor: Kellie Morgan es productora de CNN, está en una misión en Ucrania y Crimea con el corresponsal internacional senior, Matthew Chance.

DONETSK, Ucrania (CNN) — Eran las cuatro de la mañana. Estábamos todavía medio dormidos y nos apiñamos en una vagoneta para dirigirnos a la ciudad de Jerson, en el sur de Ucrania.

Habíamos pasado la noche en Odesa, ciudad famosa por la escalinata gigantesca que figura en la película muda de 1925 de Sergei Eisenstein,El acorazado Potemkin.

Aunque no nos habíamos levantado antes que los gorriones solo para ir a turistear, nuestros diligentes organizadores nos llevaron inesperadamente a un recorrido por las calles escondidas de Odesa.

Nos aseguraron que era la forma más rápida de salir de la ciudad, pero yo me sentía nerviosa porque teníamos solo tres horas y media para llegar a Jerson, en donde nos uniríamos a los 43 observadores internacionales del equipo de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) en su intento por entrar a Crimea.

Los delegados provenían de varias fuerzas armadas. Llevan la puntualidad profundamente arraigada. No esperarían a un equipo de televisión que iba retrasado aunque nos hubieran dado acceso exclusivo a su caravana.

Cuando llegamos a Jerson, los observadores de la OSCE estaban recibiendo un informe sobre la ruta que planeaban seguir para entrar a Crimea. Sí, esperaban encontrarse con fuerzas militares armadas prorrusas.

No, no les gustaban las probabilidades que tenían de entrar, pero su misión era intentarlo.

Durante casi tres horas, condujimos en caravana; la policía nos escoltó a través del campo poco poblado y de las ciudades derruidas de la era soviética.

Fue un placer ver el mar Negro pero también sentí cierta agitación, como si ello indicara que nos acercábamos al retén de Chongar y realmente no sabíamos qué esperar.

Sabíamos que los hombres que custodiaban los retenes al final del camino estaban armados con rifles de asalto. Los delegados de la OSCE con los que viajábamos no llevaban armas y las autoridades de Crimea habían dejado muy en claro que cualquier intento de la OSCE de entrar a la península se consideraría como una provocación.

Habían interceptado al equipo de observadores en otra ruta hacia Crimea el día anterior. Este era su segundo intento.

Uno de los delegados me dijo que estaba nervioso por intentarlo de nuevo. Otro dijo que la delegación tenía que ser más firme esta vez.

Al principio la gente que ondeaba banderas ucranianas celebraba mientras recibía a nuestra caravana, pero la atmósfera cambió más adelante conforme nos acercábamos al retén de Chongar.

Los hombres que lo custodiaban estaban armados y portaban pasamontañas negros y uniformes militares de campaña sin insignias. Estaban al pie de las banderas rusas.

A los lados del camino había señales que advertían de la existencia de minas terrestres.

Aunque los guardias armados lucían amenazadores, estaban notablemente serenos mientras se enfrentaban no solo a las constantes demandas de los observadores de la OSCE, sino a las provocaciones de los manifestantes ucranianos que habían seguido a nuestra caravana.

“Este es nuestro país. Los mataremos”, gritó un hombre mayor particularmente furioso.

La única respuesta que recibió de uno de los guardias enmascarados fue una negación con la cabeza.

Durante dos horas, los funcionarios de la OSCE insistieron con sus argumentos en que tenían derecho a entrar en Crimea, pero al final decidieron que sus esfuerzos eran inútiles.

Los hombres armados no cederían. El ambiente se estaba haciendo denso. Los delegados hicieron retroceder la caravana y regresaron a Jerson para estudiar su siguiente paso.

Nosotros nos quedamos. Nuestros organizadores —marido y mujer— habían insinuado que intentarían meternos a Crimea. Y tuvieron éxito, pero no sin dificultades.

Mientras esperábamos a que nos abrieran paso, sonaron dos disparos. Más allá se podía ver que el humo de las armas se elevaba cerca de un auto que esperaba a pasar a Crimea desde Ucrania.

Los guardias de los retenes de inmediato adoptaron una posición defensiva y se colocaron espalda con espalda, con las armas listas.

Pero mantuvieron la calma, incluso parecían estar relajados. Estos hombres enmascarados tal vez no portan insignias, pero su disciplina indicaba que tienen entrenamiento militar.

Después de unos minutos, nos abrieron paso.

Mientras pasábamos a un lado del auto blanco al que le dispararon, pudimos ver que no había heridos dentro, aunque uno de los disparos había ponchado una llanta.

Reacciones hostiles en Crimea

Tras cinco días en Crimea, nuestro equipo debía regresar a Kiev.

Sin embargo, en la víspera de nuestra partida, cerraron el aeropuerto de Simferópol y solo permitían la operación  de los vuelos desde y hacia Moscú. Tendríamos que buscar una alternativa: en auto o en tren.

Viajar en auto habría significado conducir durante al menos 10 horas sin garantías de que podríamos pasar por los retenes que las fuerzas prorrusas habían instalado entre la península de Crimea y la tierra continental en Ucrania.

Habíamos atestiguado que uno de los pistoleros disparó a las llantas de un vehículo que trató de entrar a Ucrania en el retén de Chongar. No queríamos arriesgarnos a que ocurriera algo parecido.

Durante nuestros viajes por la región, las reacciones a nuestras cámaras no siempre fueron positivas. En Odesa nos encontramos con cierta agresión y nos dijeron que algunos activistas prorrusos no miran con buenos ojos a las televisoras propiedad de estadounidenses. Así que descartamos hacer el viaje en auto y consultamos los itinerarios del tren. Parecía que todos habían querido salir de allí.

El tren con destino a Kiev estaba totalmente reservado, pero nos las ingeniamos para conseguir los últimos boletos para un tren con destino a Donetsk, otra de las regiones del este de Ucrania que se identifica más con Moscú que con Kiev.

Así, abordamos el expreso de Sebastopol a Donetsk a las 19:55 horas e inmediatamente negociamos nuestro ascenso a primera clase para guardar las 12 bolsas de equipo, cámaras y equipaje personal que llevábamos arrastrando por el campo desde hacía siete días, desde Kiev hacia Odesa, Simferópol y Sebastopol.

La maquinista amablemente nos cedió su cabina con dos camas y sin duda pasó una noche sin dormir en una silla.

Eso no indica que nosotros dormimos profundamente. La calefacción estaba encendida y nuestra maquinista nos despertó a las 2:00 de la madrugada para buscar los cigarros que había dejado en la cabina.

Supongo que necesitaba algo para soportar la incomodidad.

Con todo, fue un viaje notoriamente mejor y más seguro que en auto. Los vagones estaban llenos de familias jóvenes y adultos mayores que se dirigían a Ucrania antes del referéndum del domingo; había un abundante suministro de té con limón y azúcar, lo cual era una ganga por un boleto de 195 pesos para clase estándar y 520 por primera clase.

También fue un viaje libre de contratiempos. A pesar de que se reportaba que las fuerzas prorrusas inspeccionaban los trenes en Crimea, nuestro único visitante fue un joven mudo que quería vendernos linternas.

Ahora somos los orgullosos propietarios de estos pequeños recuerdos brillantes de un viaje que tal vez nos dejó muy acalorados pero nos permitió usar una de las pocas rutas que quedan para salir de Ucrania. Al menos hasta que se celebre el referéndum el domingo.