CNNE 391623 - racismo eeuu mapa

Nota del editor: Carlos Alberto Montaner es escritor y colaborador de CNN en Español. Sus columnas son publicadas en decenas de periódicos en Estados Unidos, América Latina y España. Es el presidente del Interamerican Institute for Democracy, un centro de estudios y análisis que promueve la democracia occidental. Las opiniones expresadas en este artículo corresponden exclusivamente a su autor.

Para Mario Kreutzberger, Don Francisco, quien se preguntaba dónde se originaba el racismo.

El representante Steve King, republicano de Ohio, tuiteó: “No podemos restaurar nuestra civilización con los bebés de alguien más”. Una visión contraria provino de dos representantes cubanoestadounidenses, también republicanos: Carlos Curbelo e Ileana Ros-Lehtinen.Ros-Lehtinen fue específica: “La diversidad es nuestra fortaleza”. El choque entre los legisladores fue reportado por El Nuevo Herald.

Ahí radica el núcleo de un debate permanente: el humano, es decir, la naturaleza animal, defendida por King, opuesta a la racionalidad artificial que ha surgido en el curso de nuestra civilización. Uniformidad contra diversidad. Vínculos genéticos versus relaciones fundadas en la ley. La lógica de la raza, de la sangre, de Hitler, contra la lógica de los derechos naturales y, si se quiere, la lógica de la tradición judeo-estoico-cristiana.

Es cierto que el racismo está en aumento en todo el mundo. Esto se demuestra en los crecientes episodios de antisemitismo. Está sucediendo en Francia, Holanda, España, Italia. El eslogan “Make America Great Again” (Hagamos que EE.UU. sea grande otra vez) no es solo una cuestión económica o industrial, sino que hace que Estados Unidos vuelva a ser esencialmente blanco, del norte de Europa y uniformemente angloparlante, de la manera en que el representante King quisiera que fuera.

Así era la clase dominante de este país cuando la República fue fundada a finales del siglo XVIII, una mítica época de oro en la que los Padres Fundadores se unieron. Así fue, hasta que un caballero negro llamado Barack Hussein Obama llegó a la Casa Blanca como el presidente número 44 de la nación.

Esa estrecha definición de Estados Unidos puede incluir hoy (aunque en menor grado) a judíoestadounidenses, italianoestadounidenses, griegosestadounidenses y al resto de los expatriados que han inmigrado en masa a Estados Unidos en los últimos 150 años, pero el núcleo duro de la identidad estadounidense, el grupo étnico que genera el estereotipo más fuerte es el mítico anglosajón entusiasmado por la victoria de Donald Trump. Alguien como, por ejemplo, el congresista Steve King, descendiente de irlandeses, alemanes y galeses.

El racismo es una característica inherente a la naturaleza humana. Los niños nacen sin experimentarlo y evolucionan así durante los primeros años de su vida, hasta que gradualmente adquieren una identidad. Ese es el punto de no retorno. Tan pronto como la identidad se define y se enraiza, desencadena un impulso ciego para segregar o liquidar a los otros, a los diferentes, a aquellos que realmente no forman parte de su grupo o que no comparten su identidad primaria.

La identidad nos hace racistas porque gradualmente dejamos de ser individuos en abstracto y nos convertimos en parte de una tribu que se identifica por el color de la piel, el tipo de pelo, la forma de los ojos, el lenguaje que hablamos, la entonación de nuestra forma de hablar, los gestos que usamos, las creencias religiosas, la mitología o las historias compartidas y mil otros detalles que forman y conforman a los miembros de cada grupo.

El antropólogo José Antonio Jáuregui, un académico sumamente inteligente, sospechaba que ese comportamiento de cercanía “identitaria” formaba parte de una estrategia natural que permitiría a la especie prevalecer en el curso complejo y dinámico de la evolución.

Las personas que forman parte de una tribu tienen más posibilidades de reproducirse y transmitir sus genes a sus descendientes. Para ello, el cerebro nos guía en la dirección correcta por medio de neurotransmisores que llevan estímulos de placer o dolor. Como dijo Jáuregui, somos “esclavos de nuestro cerebro”.

El nacionalismo y el fanatismo deportivo —casi siempre hermanados— son una expresión de este fenómeno. (Hace unos días, cuando los catalanes ganaron un improbable partido de fútbol con cinco goles consecutivos, los sismógrafos de ICTJA-CSIC en Barcelona registraron el triunfo con una magnitud aproximada de un punto en la escala de Richter producido por los saltos alegres de decenas de miles de frenéticos barceloneses, de repente unidos por el paroxismo provocado por la victoria del equipo local).

¿Cómo pudo un mestizo de nombre árabe y origen parcialmente africano ganar la presidencia si las sociedades permanecen atadas por esos lazos antiguos e invisibles? Porque, al menos temporalmente, el concepto republicano (en el buen sentido de la palabra) de la especie había triunfado: todos somos iguales ante la ley. Fue el triunfo del republicanismo, un bendito dispositivo basado en la bella superstición de que lo que hace a los estadounidenses “estadounidenses” es el respeto a la Constitución.

Ahí es donde estamos. Luchando contra un pasado de un millón de años, para que la gente no sea prejuzgada por el color de su piel, por los dioses a quienes rezan, por los deseos sexuales que los dominan y por el resto de los elementos que constituyen su identidad.

Eventualmente, todo eso se logrará y eliminaremos el racismo para siempre. Pero la razón tardará mucho tiempo en ganar ese combate. Después de todo, fuimos animales durante millones de años y hace tan solo 25 siglos que en Atenas, Zeno el estoico, un extranjero pelirrojo, pequeño y zambo, se atrevió a decir que la gente tenía derechos más allá de la paternidad y el lugar de nacimiento. Hace poco.