Una mujer con una mascarilla camina cerca de un cartel en La Habana.

Nota del editor: Jorge Dávila Miguel es licenciado en Periodismo desde 1973 y ha mantenido una carrera continuada en su profesión hasta la fecha. Tiene posgrados en Ciencias de la Información Social y Medios de Comunicación Sociales, así como estudios superiores posuniversitarios en Relaciones Internacionales, Economía Política e Historia Latinoamericana. Actualmente, Dávila Miguel es columnista de El Nuevo Herald en la cadena McClatchy, de On Cuba News y es analista político y columnista en CNN en Español. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente al autor. Mira más en cnne.com/opinion

(CNN Español) – El presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, previó la posibilidad de que su gobierno perdiera apoyo popular apenas un año antes de las protestas del 11 de julio de este año. Fue el 16 de julio de 2020 cuando, al presentar ante el Consejo de Ministros su plan de medidas económicas, alertó: “El peor riesgo [de las nuevas medidas] estaría en no cambiar, en no transformar, y en perder la confianza y el apoyo popular”.

No recuerdo que algún alto dirigente cubano admitiera públicamente algo parecido. Y tuvo razón Díaz-Canel. En menos de un año, miles de cubanos protestaban en varias ciudades contra la situación de penurias en la que se encuentra el país. El Gobierno respondió los hechos con la conocida consigna de la agresión externa; Bruno Rodríguez, ministro de Relaciones Exteriores, incluso tildó a los manifestantes de marginales.

Pero la situación no es para consignas calcadas de situaciones anteriores ––cuando Fidel Castro era el líder–– animadas ahora con el mantra de la “continuidad”. Fidel, Raúl, Díaz-Canel… se ven sus rostros superpuestos en vallas propagandísticas en La Habana, como traspasándole al tercero la legitimidad guerrillera que tienen los dos primeros. Como si fuese una dinastía transferible que no se logra. Pero ¿qué es la continuidad? ¿Es una especie de santo grial que protege al Gobierno del demonio de la eficiencia económica y la originalidad política? Hasta Fidel Castro reconoció en The Atlantic, hace 11 años: “El modelo [económico] cubano no nos sirve ni a nosotros mismos”.

Y claro que Fidel Castro dijo, e hizo, otras muchas cosas. Terminó con unos 55.000 pequeños negocios privados en 1968, cuando su ofensiva revolucionaria. Impulsó el paso directo hacia el comunismo cuando en Cuba se quiso eliminar el dinero. En el valle de San Andrés, El Cangre y las Terrazas y otros lugares del occidente de la isla, la divisa era “de cada cual su capacidad a cada cual, según su necesidad”, principio solo posible en la fase superior comunista, donde ni siquiera la URSS intentó llegar. Y cuando dijo que iba a construir cientos de escuelas secundarias en el campo, con hospital in situ incluido, la mejor comida e instalaciones, pero a un coste inmenso. Queriendo fabricar, con el temple del trabajo campesino y el estudio, al hombre nuevo. Fue un sueño dorado el de Fidel Castro, donde se invirtieron enormes recursos. Hoy, prácticamente todas han sido abandonadas. La fórmula económica de Fidel era la de los “recursos del comandante en jefe” que emplearía con buena voluntad, pero con una torpeza inversionista proverbial. El Fidel Castro estadista supo navegar los mares de la política internacional, su gran carisma personal y su mano férrea le permitieron captar la imaginación popular en su época, pero también fue un soñador de desastres en los asuntos económicos del país.

En Cuba no hay que ser opositor para saber que, subvencionado por la antigua URSS y luego por Venezuela -rica hasta que dejó de serlo- el país ha sido cada vez más pobre y dependiente, con una cada vez más frágil capacidad productiva. No hay que olvidar el embargo de Estados Unidos, terrible para Cuba, pero frente al cual podemos razonar que, si se acepta que la única manera de que Cuba progrese económicamente es con el levantamiento de ese embargo, que depende de un gobierno enemigo, debemos concluir que Cuba, bajo esa premisa y frente a dicho gobierno, es un país condenado a la dependencia. No parece haber esperanzas de que Estados Unidos cambie a corto plazo. Lo que sí puede hacer La Habana es cambiar el orden económico del país. Y dejar de quejarse como si lo que podía ser súplica fuera una exigencia. Porque ya lo dijo el mismo Fidel Castro: “Revolución es cambiar todo lo que deba ser cambiado”. Aunque para eso se necesita autoconfianza política y acción, que el Gobierno de Díaz-Canel parece no tener, sumergido en la cómoda burbuja de la “continuidad”. Sazonado además por el legado teórico que le dejó Raúl Castro: “Sin prisa, pero sin pausa”. Es cierto que los cambios económicos esperados por todos los cubanos no dejan espacio a la pausa, pero reclaman con urgencia lo que se anunció hace unos 11 años: libertad económica para sus ciudadanos, al permitir empresas privadas, como las que Fidel Castro suprimió en 1968.

Cuatro semanas después de las manifestaciones populares del 11J ––manifestaciones que el presidente del Tribunal Supremo Popular (TSP), Rubén Remigio Ferro reconoció como legales, siendo pacíficas––el Gobierno cubano anunció la legalidad de las MIPYMES. Faltan los detalles de esa legalidad y, como sabemos, en ellos puede habitar el diablo. Díaz-Canel puede todavía ganarse su propia legitimidad, definir cuál será su legado: la pobreza opresora o el progreso libre. Pero hay que darse prisa.