Nota del editor: Jorge G. Castañeda es colaborador de CNN. Fue secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003. Actualmente es profesor de la Universidad de Nueva York y su libro más reciente, “America Through Foreign Eyes”, fue publicado por Oxford UniversityPress en 2020. Las opiniones expresadas en este comentario son únicamente del autor. Puedes encontrar más artículos de opinión en CNNe.com/opinion.
(CNN Español) – Si se le preguntara al presidente Joe Biden qué temas le han quitado más sueño durante su primer año en la Casa Blanca, yo creo que respondería que los de naturaleza interna: el covid-19, los proyectos de recuperación de infraestructura, de Build Back Better, la inflación y los derechos electorales. Pero si se le preguntara también cuándo empezaron a soplar los vientos de su desgracia (dixit García Márquez), yo pensaría que confesaría que fue con el retiro de Afganistán. Todo sugiere que su segundo año se parecerá mucho, entonces, al primero: lo más importante será lo interno, pero lo más peligroso se ubicará afuera de casa.
Cuatro retos, de importancia desigual, se le presentan a Estados Unidos en este 2022. El primero, evidente, es la rivalidad con China y la posibilidad –por ahora remota, a mediano plazo probable– de un intento de Beijing de reunificar a la isla de Taiwán con su territorio continental. El segundo consiste en el peligro –según el propio Biden, inminente– de una invasión rusa a Ucrania: un peligro real, aunque tal vez menos inevitable de lo que parece hoy. El tercero radica en las complicaciones con México, en particular debido a los flujos migratorios y a las políticas del presidente Andrés Manuel López Obrador en materia de inversiones, particularmente en energía. Por último, –un frente poco comentado hasta ahora– la Cumbre de las Américas, que se celebrará en Los Ángeles a principios de junio.
Los dos primeros retos provienen -en el fondo- de una transformación interna en Estados Unidos y que se remonta a la guerra de Vietnam. De un modo u otro, desde entonces, la sociedad estadounidense ha ido conformando un consenso contrario a emprender acciones militares en el exterior si implican pérdida de vidas y de recursos relevantes. Las dos intervenciones estadounidenses en Iraq lo ilustraron en parte; la de Afganistán y la retirada consiguiente, de manera palmaria. Conviene recordar que en el imaginario colectivo estadounidense, tanto la guerra de Iraq, en 2003, como la de Afganistán, entre 2001 y 2021, estuvieron ligadas directa o indirectamente con los ataques del 11 de septiembre.
Para Vladimir Putin, así como para Xi Jinping, es evidente la enorme dificultad interna que enfrentaría Biden si despachara tropas a Ucrania o a Taiwán para derrotar una posible invasión rusa o china. De ninguna forma significa esto que dichas invasiones vayan a ocurrir, pero el riesgo de provocaciones, amenazas y movilizaciones militares irá creciendo. Si los franceses no quisieron morir por Gdansk antes de la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses difícilmente querrán morir ahora por Kyiv o Taipei.
A esto se suman las complicaciones con México. Ya hemos mencionado aquí el quid pro quo o pacto faustiano que yo veo que existe entre Biden y López Obrador: el segundo detiene la migración centro y sudamericana, cubana y haitiana antes de que llegue a la frontera con Estados Unidos; el primero se hace de la vista gorda ante los cambios en múltiples frentes actualmente en curso en México. El problema es que la capacidad de cumplimiento de cada uno de los dos mandatarios va disminuyendo con el tiempo. En diciembre, de acuerdo con la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP), hubo 178.840 detenciones de quienes entraron por tierra, un incremento del 2% con respecto a noviembre. Las detenciones en 2021 aumentaron bruscamente llegando a 1,6 millones, según CBP, superando el récord del año 2000 cuando Bill Clinton aún era presidente. Por más que México intente cumplir, haciendo el trabajo sucio de Washington, carece de los recursos y de la voluntad política de detener flujos crecientes e interminables. Y yo creo que Biden pagará un precio en las urnas en noviembre debido a esa incapacidad mexicana de buena fe.
El presidente de Estados Unidos se ha visto acosado por una serie de cartas y presiones de parte de legisladores, lobbies, asociaciones empresariales, sindicatos y organizaciones de activistas de derechos humanos y ambientales para que se ocupe de lo que sucede en México. Unos se preocupan por las denuncias de violaciones al nuevo tratado T-MEC con México y Canadá: energía, agricultura, inversiones en general, propiedad intelectual, competencia, telecomunicaciones, etc. Otros insisten en que Biden presione a su contraparte mexicana para que se cumplan de manera más expedita y transparente los compromisos laborales y ambientales de México; otros más lamentan la politización del Poder Judicial en México, el hostigamiento a la autoridad electoral o los embates contra la incipiente democracia mexicana. Para Biden, parece que resulta cada vez más difícil hacerse de la vista gorda o mantener sus cuestionamientos en privado. Sus aliados en el Senado, por ejemplo, le piden que los haga públicos, y así se vio obligada a hacerlo la secretaria de Energía, Jennifer Granholm, en una visita reciente a México.
Por último, el actual inquilino de la Casa Blanca será el anfitrión de la Cumbre de las Américas, a principios de junio en Los Ángeles. Es la primera vez que se celebra esta reunión en Estados Unidos desde 1994. La agenda aún se está elaborando, pero sin duda incluirá temas como migración, corrupción, gobernanza y democracia. La agenda, sin embargo, no constituye el reto más importante. ¿A quién va a invitar Biden?
Por lo menos cuatro países son problemáticos. El primero es obviamente Cuba. La Habana sí asistió a las dos cumbres anteriores: Lima, en 2018; Panamá, en 2015. Por el otro, para Biden, invitar a Miguel Díaz-Canel a Estados Unidos, teniendo la opción de no hacerlo, se antoja improbable, sobre todo a escasos meses de importantes elecciones de mitad de período, y donde un escaño senatorial de Florida se encuentra en juego. El caso de Nicaragua es más flagrante: no parece posible que Biden le extienda una invitación a Daniel Ortega después de la apreciación de Washington sobre las elecciones de noviembre –una pantomima–. Finalmente, Estados Unidos todavía reconoce como presidente de Venezuela a Juan Guaidó, a pesar de su debilitamiento innegable y de la realidad en el terreno: el que manda es Nicolás Maduro. Otras situaciones incómodas se han presentado con El Salvador y Bolivia, sobre todo en el primer caso, lo que podría llevar a que no los invitaran. Convocar a todos sería lo ideal para el resto de América Latina, y lo peor para Biden. Excluir a algunos o a todos los mencionados podría ahuyentar a otros Gobiernos que simpatizan con los excluidos, entre ellos México y Argentina.
Como se ve, los desafíos internacionales para el presidente de EE.UU. no son menores. Sus dolores de cabeza internos son mayores y decisivos; los externos lo son cada vez más. Uno podría pensar que se duerme poco, y mal, en la Casa Blanca estos días.