Nota del editor: Douglas London es el autor de “El reclutador: el espionaje y el arte perdido de la inteligencia estadounidense”. Es profesor de Estudios de Inteligencia en la Escuela de Servicio Exterior de la Universidad de Georgetown y es académico no residente en el Middle East Institute. London sirvió en el Servicio Clandestino de la CIA durante más de 34 años, principalmente en el Medio Oriente, Asia Meridional y Central y África, incluidas tres asignaciones como jefe de estación. Síguelo en Twitter en @DouglasLondon5. Las opiniones expresadas en este comentario pertenecen al autor. Lee más opinión en CNNEE.
(CNN) – Los comentarios aparentemente no planeados del presidente Joe Biden que sugieren que el presidente de Rusia, Vladimir Putin, no debería estar en el poder complican la búsqueda de un objetivo que los líderes estadounidenses y aliados probablemente favorecen, pero que es mejor no mencionar.
En una parte no escrita de su discurso el sábado, en Varsovia, Biden dijo: “¡Por el amor de Dios, este hombre no puede permanecer en el poder!”. Biden y sus asesores se retractaron rápidamente de sus comentarios, negando que el presidente en realidad estuviera pidiendo un cambio de régimen en Rusia.
En cambio, el presidente dijo que simplemente estaba expresando su indignación moral por la muerte y destrucción causada por Putin. Los funcionarios estadounidenses sin duda reconocieron el daño que podría resultar de la improvisación de Biden.
En el juego de ajedrez de varios niveles de la dinámica interna del poder ruso, lo último que necesitan aquellos dentro del Kremlin que podrían considerar moverse en contra de Putin, ya sea para alterar su dirección en la guerra o eliminarlo por completo, es el aliento público de un presidente estadounidense. Si el objetivo estratégico de Estados Unidos es influir en el comportamiento de Rusia, en lugar de un cambio de régimen, entonces los comentarios del presidente Biden no fueron útiles.
El arte del espionaje
Durante más de 34 años, como miembro del Servicio Clandestino de la CIA, trabajé para persuadir a aquellos que servían bajo las dictaduras a menudo brutales de los adversarios internacionales de Estados Unidos para que espiaran para Estados Unidos. Aquellos que estuvieron de acuerdo podrían haber recibido con agrado los beneficios materiales que se obtuvieron al cooperar con la inteligencia estadounidense, pero la mayoría aceptó la compensación de mala gana.
De hecho, la mayoría de estos espías acordaron cooperar con base a la disidencia ideológica con sus Gobiernos ilegítimos. Pocos tomaron los enormes riesgos para ellos y sus familias fuera del parentesco con Estados Unidos.
Más bien, en sus mentes, actuaron en interés de su propio país, no de servir la agenda de lo que muchos consideraban una potencia extranjera imperialista.
Históricamente, los políticos estadounidenses no han entendido que el desprecio de la gente por sus gobernantes autocráticos no se traduce necesariamente en una aceptación de Estados Unidos o sus valores políticos. Asumen erróneamente que cualquier régimen que pueda surgir de las cenizas de un déspota caído o un rival antiestadounidense compartirá nuestra agenda global o exaltará la democracia.
Entre las masas en Rusia y entre las poblaciones bajo el yugo de las dictaduras en China e Irán, aunque algunos aprecian las libertades que creen que disfrutan los estadounidenses, pocos ven al Gobierno de Estados Unidos como una fuerza noble para el bien. Sin embargo, eso no significa que sus intereses comunes, cuando estén alineados con los nuestros, no ofrezcan oportunidades políticas mutuamente ventajosas.
Preservar el poder
Los rusos en posiciones de poder hoy en día no suscriben necesariamente los ideales democráticos jeffersonianos ni ven a Estados Unidos como el faro de luz brillante del mundo. Se centran en el logro y la preservación del poder y el privilegio.
Por naturaleza, quienes se beneficiaron con Putin han sido oportunistas, no puramente ideólogos. Los más exitosos guardan sus cartas cerca de sus chalecos, confían en pocos, tienen cuidado de no hacer enemigos y operan dentro de coaliciones cuidadosamente monitoreadas. Para tener éxito, forjan y, cuando es necesario, abandonan alianzas basadas en intereses mutuos.
Considera aquellos a quienes Putin adelantó a lo largo de los años. No lograron su patrocinio por su moral, ética o incluso mérito. Más bien, Putin empoderó y enriqueció a aquellos que leales y despiadadamente cumplieron sus órdenes. Esta red extendió su control y ganancias a todos los aspectos críticos de la sociedad, el Gobierno y la industria rusa.
El líder ruso se rodeó de aquellos que, al menos superficialmente, abrazaron y repitieron su visión. Y los pocos que rompieron con él fueron aislados y castigados. Putin quería enviar un mensaje entre los privilegiados que podrían considerar salirse de la línea, ocasionalmente, uno letal. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminó el año pasado que el alguna vez fiel lugarteniente del FSB de Putin, Alexander Litvinenko, fue envenenado por dos agentes de inteligencia rusos que actuaban en nombre del Kremlin, una conclusión que Moscú negó.
Se ha hablado mucho de los siloviki, “hombres fuertes”, en la lengua vernácula, el término para los funcionarios gubernamentales más poderosos de Rusia y los oligarcas que alguna vez fueron miembros de los servicios militares o de inteligencia. Muchos de los más destacados vincularon sus fortunas a Putin cuando ascendió al poder. Es esta comunidad de élite, en lugar de las masas rusas, quienes hoy tienen el poder de desafiar o derrocar a Putin, y lo harían de manera más efectiva como colectivo, al menos al principio.
Estos siloviki no son amigos de Estados Unidos, pluralistas de armario, ni defensores de los derechos humanos. Pero tampoco anteponen necesariamente el dogma a los intereses personales. Los cargos gubernamentales más inteligentes abandonaron cuando la Unión Soviética se derrumbó. Se beneficiaron del desmembramiento del Imperio y montaron los faldones de Putin uniéndose a su cleptocracia institucional.
La nueva élite compartía la visión de su patrocinador de que EE.UU. y Occidente eran el principal adversario y competidor de Rusia por la razón más práctica: su propia oportunidad de asegurarse el poder y los privilegios.
Este es el público objetivo de la presión que ejercen Estados Unidos y sus aliados. Y el objetivo debería ser alinear sus intereses con los de Occidente para facilitar la salida de Putin de su campaña ucraniana, ya sea por influencia o mediante su destitución.
Los funcionarios rusos que están a favor de poner fin a la guerra en Ucrania pueden decir que están actuando porque les preocupan las consecuencias de la locura de Putin. Por el contrario, cualquier ruso que abogue por la destitución de Putin puede ser descrito como aliado o títere de Estados Unidos y la OTAN.
Cualquier sugerencia de cambio de régimen por parte de Occidente faculta a Putin para usarla como un llamado a la unidad y la resistencia. Juega con el uso teatral de la victimización por parte de Putin, presentándose a sí mismo como el heroico defensor que salva a la nación de los caprichos de las potencias extranjeras hostiles que buscan destruir Rusia.
Conspiración y consenso en la política rusa
Una estrategia bastante más ilustrada, sin embargo, es trabajar dentro de la naturaleza conspirativa de la dinámica interna del poder ruso. La política rusa es el negocio de la conspiración y el consenso.
En su historia como Unión Soviética, incluso los líderes ostensiblemente todopoderosos e indiscutibles mantuvieron un politburó que asesoraba y ejecutaba la política. Sin embargo, cuando se desafió a los líderes, fue a puerta cerrada y se logró por consenso. Los individuos que actuaban solos tenían menos suerte.
En el momento de la muerte de Josef Stalin, en 1953, el siguiente funcionario soviético más poderoso era Lavrenty Beria, jefe de la policía secreta, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, mejor conocido como NKVD, y lo que se convertiría en la KGB.
Durante la lucha por el poder que siguió, Beria usó sus formidables herramientas para tomar el control, pero fue derrotado por una coalición del politburó que resultó en su muerte y la sucesión del candidato de consenso, Nikita Khrushchev.
Pero Kruschev también caería en un golpe palaciego, en 1964, debido en parte a la humillación del Kremlin por la crisis de los misiles en Cuba. Kruschev fue depuesto por su lugarteniente de mayor confianza, Leonid Brezhnev, quien actuó con el apoyo del politburó.
Y en agosto de 1991, fue la “pandilla de los ocho”, una coalición que incluía al entonces presidente de la KGB de la Unión Soviética, el ministro de Defensa, el ministro del Interior y el primer ministro, que se movió, aunque sin éxito, para tomar el poder del líder soviético Mijaíl Gorbachov. Si Putin va a ser influenciado, o de hecho eliminado en el corto plazo, probablemente vendrá a manos de los más cercanos a él, operando juntos.
La figura rusa más poderosa hoy en día después de Putin es posiblemente el hombre que lo sucedió en el FSB, Nicolai Patrushev, secretario del Consejo de Seguridad Nacional de Rusia, un cargo vagamente a la par con el asesor de Seguridad Nacional de EE.UU., Jake Sullivan, pero más poderoso. Patrushev parece tener la relación más fuerte con Putin de todos en su corte.
Sus comentarios a lo largo de los años abrazan y amplifican las ilusiones de Putin sobre el poder ruso, la confrontación con Occidente y la brutal supresión de la disidencia. Pero los sentimientos compartidos de Patrushev y su participación en la resovietización de Rusia por parte de Putin no aseguran su voluntad de hundirse con el capitán y su barco.
El oportunismo y la autopreservación aún podrían inducir a aquellos cercanos a Putin en las agencias de inteligencia, seguridad y componentes militares a presionarlo para que cambie su posición, o por su propia voluntad, destituirlo si no lo hace. Pero lo último que los siloviki desean que aparezcan, o lo que alguna vez serían, son aliados de EE.UU.
Lo que pueden ser, sin embargo, son actores en una estrategia estadounidense y aliada más cuidadosamente escrita y bien ejecutada.