Nota del editor: Adam H. Sobel, profesor del Lamont-Doherty Earth Observatory de la Universidad de Columbia y de la Escuela de Ingeniería y Ciencias Aplicadas de la Fundación Fu, es un científico atmosférico que estudia los fenómenos extremos y los riesgos que suponen para la sociedad humana. Sobel es el presentador del podcast “Deep Convection” y el autor de “Storm Surge”, un libro sobre la supertormenta Sandy. Síguelo en Twitter en @profadamsobel.
(CNN) – Al comienzo de esta temporada de huracanes en el Atlántico, los nervios estaban a flor de piel. Con el Pacífico enfrentándose por tercer año consecutivo al fenómeno de La Niña, y el recuerdo de la temporada 2020, que batió récords, el pronóstico estacional era de un 2022 activo. Los meteorólogos, científicos, aseguradores y gestores de emergencias se preparaban para la posibilidad de una nueva ráfaga de ciclones tropicales desastrosas.
Luego, no pasó casi nada. Pasamos de junio a septiembre, el típico pico de la temporada de huracanes, con solo unos pocos ciclones débiles, ninguna de las cuales causó daños reales. Luego, ¡zas!. Fiona terminó con la red eléctrica de Puerto Rico, el 18 de septiembre (casi cinco años después de que María la destruyera), y luego gran parte de la de Nueva Escocia, en Canadá, y luego Ian, después de dejar sin electricidad a toda Cuba, tocó tierra en Florida como una peligrosa categoría 4, uno de los huracanes más destructivos en golpear el territorio continental de Estados Unidos, y diezmó un área extensa del Estado del Sol.
Ian puede haber causado hasta US$ 47.000 millones en pérdidas aseguradas en el estado, lo que podría convertirlo en el ciclón más costoso que jamás haya afectado a Florida. La pérdida total será probablemente mucho mayor, ya que la mayoría de las pérdidas debido a las inundaciones, seguramente enormes, dadas las enormes marejadas ciclónicas, así como las inundaciones de los ríos que produjo Ian, no están cubiertas por los seguros privados. Al menos 76 personas han muerto en el estado a causa del huracán.
Después de cada huracán, los periodistas reúnen citas de científicos como yo para escribir artículos sobre cómo el calentamiento global está aumentando la fuerza de los vientos y las lluvias de los huracanes. Los reportajes, si es que son buenos, son más equívocos sobre si hay más huracanes que en el pasado.
¿Qué está pasando? ¿Hasta qué punto estos dos ciclones desastrosos recientes, o cualquier otra en particular, han sido resultado de la influencia humana en el clima? A continuación, intento responder a estas preguntas, de la forma más breve posible y tratando de hacer justicia a las incertidumbres, así como a algunas ideas de la ciencia más reciente, que sigue evolucionando rápidamente.
Los científicos están bastante seguros de que, de media, los vientos huracanados son cada vez más fuertes y las lluvias más intensas. Estas tendencias no explican mucho sobre un ciclón individual, la mayor parte de lo que hace cada uno sigue estando determinada por los caprichos aleatorios del tiempo, pero en conjunto, aumentan el riesgo de que se produzcan grandes catástrofes como Fiona e Ian. Y el aumento del nivel del mar hace que las inundaciones costeras causadas por las marejadas sean más destructivas.
Por otro lado, en la mayor parte del planeta, no hay pruebas de que el número total de huracanes al año vaya en aumento. Y a medida que el planeta se calienta más, no tenemos confianza en ninguna predicción de cómo se comportará esa cifra. Muchos modelos sugieren que el número disminuirá, pero otros dicen que aumentará, y no sabemos cuál es el correcto.
Si el número de ciclones disminuyera lo suficientemente rápido, podría incluso compensar el aumento de la intensidad de los huracanes, de modo que el riesgo total se mantendría estable o disminuiría. Ese escenario de buenas noticias me parece poco probable, pero no puede descartarse.
Por otro lado, la frase crítica en el párrafo anterior es “en la mayor parte del planeta”. El Atlántico norte, la cuenca que más importa a Estados Unidos en términos de riesgo de huracanes, por mucho, es la excepción. En el Atlántico norte se ha producido un claro incremento desde las tranquilas décadas de 1970 y 1980, hasta un periodo mucho más activo, en promedio, desde mediados de 1990.
Algunos dicen que el aumento en el Atlántico no es más que la última oscilación de un ciclo natural. Antes del momento de calma de mi juventud, los años 50 y 60 fueron muy activos, con muchas catástrofes en Estados Unidos. (En el noreste, por ejemplo, los huracanes Carol y Edna se produjeron uno tras otro en 1954, lo que llevó a la construcción de barreras contra las marejadas ciclónicas en Stamford, Connecticut; Providence, Rhode Island; y New Bedford, Massachusetts, que siguen en operación actualmente).
Las observaciones y los modelos climáticos indican que la “circulación termohalina” del Atlántico, el lento y profundo vuelco del océano que implica el hundimiento del agua fría del Ártico y el afloramiento gradual en otros lugares, fluctúa naturalmente en escalas de tiempo de varias décadas, generando el calentamiento y enfriamiento del Atlántico norte, con el consiguiente calentamiento y enfriamiento de las temporadas de huracanes.
Pero este argumento ya no se sostiene tan bien últimamente. Investigaciones recientes aportan pruebas sustanciales de que la ralentización de 1970 y 1980 se debió, al menos en parte, a la contaminación por aerosoles procedente de Estados Unidos y Europa. Pequeñas partículas de aerosol enfriaron el Atlántico norte al atenuar la luz solar en la superficie, y este enfriamiento redujo la actividad de los huracanes.
Una vez que estos aerosoles fueron limpiados por la legislación en EE.UU. en las décadas de 1950 a 1970 y luego en Europa, el Atlántico pudo volver a calentarse rápidamente, ahora también cargado por el aumento de los gases de efecto invernadero.
Esta explicación sigue siendo objeto de debate, pero a mí y a muchos de mis colegas nos resulta convincente. Y en la medida en que sea cierta, significa que la probabilidad de futuros períodos de calma para los huracanes del Atlántico es menor de lo que sería en un mundo sin influencia humana.
Y la nueva ciencia oscurece aún más el pronóstico para el Atlántico. Los últimos tres años de condiciones de La Niña, cuando el Pacífico ecuatorial oriental es más frío que la media, son solo parte de una tendencia persistente en esa dirección durante los últimos 50 años. Nuestros modelos climáticos no han predicho esto, sino que han previsto que el calentamiento global debería causar una tendencia hacia más condiciones similares a El Niño.
Esto implica que la tendencia hacia La Niña es un accidente, un cúmulo de fluctuaciones naturales, y debería invertirse en algún momento. De ser así, esto sería bueno para el Atlántico, ya que los años de El Niño, en los que el Pacífico ecuatorial oriental es más cálido que la media, tienden a producir relativamente pocos huracanes en el Atlántico (pero relativamente más en el Pacífico). Los años de La Niña, en cambio, suelen tener más huracanes en el Atlántico (pero menos en el Pacífico); por eso se preveía que esta temporada fuera muy activa.
Pero a los científicos del clima les empieza a preocupar cada vez más que los modelos climáticos puedan estar equivocados en cuanto a que la reciente tendencia a La Niña sea un accidente y, por tanto, tenga probabilidades de revertirse: puede representar la verdadera forma en que el Pacífico responde al aumento de los gases de efecto invernadero, lo que implica que persistirá. De ser así, esto proporcionaría otra razón para que la actividad de los huracanes en el Atlántico se mantenga alta o aumente aún más.
Creo que la evidencia de que los modelos están equivocados es convincente, y por lo tanto que, al menos durante las próximas décadas, hay dos razones distintas por lo que el cambio climático favorece más huracanes del Atlántico: el enfriamiento de los aerosoles se ha reducido sobre el Atlántico, y la respuesta del Pacífico al calentamiento es La Niña, en lugar de El Niño.
Estos factores climáticos no explicarán tanto lo que ocurre con cada temporada individual, y mucho menos con cada ciclón individual, sino que significa que las previsiones estacionales serán más acertadas un poco más a menudo que erróneas. Las incertidumbres científicas en las proyecciones a largo plazo de los huracanes siguen siendo considerables, pero la evolución de nuestros conocimientos al respecto no plantea una buena dirección para el riesgo de huracanes en Estados Unidos.