(CNN) – Cuando Cathy Poyser oyó el anuncio del retraso de su vuelo, se le encogió el corazón.
Era Nochebuena de 1975. Aeropuerto de Los Ángeles. Cathy, que se había mudado a Los Ángeles a principios de ese mismo año, estaba desesperada por volver a su ciudad natal, Yakima, Washington.
Cathy dejó Washington rumbo a California llena de esperanza e ilusión. A Cathy, de 23 años, Yakima le parecía una ciudad cerrada. Quería vivir en una gran ciudad.
“Crecí en un pueblo pequeño, quería estar en un lugar donde hubiera más cosas que hacer”, cuenta Cathy hoy a CNN Travel.
Había encontrado un pequeño departamento en el barrio de San Fernando Valley que había hecho suyo. Su trabajo era bueno, sus compañeros mucho mayores que ella, pero todos amables y cordiales.
Pero Cathy no tenía amigos de su edad. Se sentía sola y aislada en la gran ciudad. No dejaba de preguntarse si haberse mudado sola a Los Ángeles había sido un error.
“Empezaba a sentir que tal vez no era aquí donde debía estar”, dice Cathy.
Cuando se preparaba para volver a casa de sus padres por vacaciones, Cathy decidió que, cuando llegara, les diría que regresaba a casa para siempre.
Cuando Cathy llegó a la fila para facturar y descubrió que el vuelo se había retrasado, sintió que era el colmo: nada parecía salir bien.
Intentaba deshacerse de su desánimo cuando la mujer que hacía fila delante de ella se dio la vuelta, sonrió y comenzó una conversación.
Tenía unos cuarenta años y un aire amable y cálido que hizo que Cathy se encariñara enseguida con ella. A su lado había una mujer de edad parecida a la de Cathy, que también sonrió, aunque con más timidez.
“Soy Millie”, dijo la mujer mayor. “Esta es mi hija, Debbie. ¿A dónde te diriges?”
“Soy Cathy”, respondió. “Voy a Yakima, Washington”.
“Bueno, estamos tratando de ir a Eugene, Oregon”, dijo Millie. “Pero ahora mismo no vamos a ninguna parte. Así que, ¿por qué no vamos a tomar algo?”.
Eran las once de la mañana, pero Cathy solo dudó un momento. La presencia amistosa de Millie y Debbie fue un consuelo inmediato. Las tres mujeres se dirigieron al bar del aeropuerto.
Amistad en el aeropuerto
Mientras Millie les pedía algo, Debbie y Cathy charlaron. Debbie explicó que tenía 24 años y era de California: vivía en una ciudad llamada Norwalk, a unos 24 kilómetros al este de Los Ángeles, y ella y su madre viajaban a Oregon para visitar a su familia durante las fiestas.
A Cathy le resultaba fácil charlar con Debbie. Era divertida y simpática. Y cuando Millie volvió a la mesa con una ronda de bebidas, su personalidad vivaz y parlanchina hizo que la conversación fluyera.
Parecía que Millie reconocía la soledad de Cathy. Hoy Cathy piensa que la estaba “conectando” con Debbie.
“Cuando abordamos el vuelo, un par de horas más tarde, Millie había conseguido que nos cambiaran de asiento para que pudiéramos sentarnos juntas y seguir charlando”, dice Cathy.
Aunque Cathy tenía un destino distinto al de Millie y Debbie, todas volaban en el mismo avión y con la misma compañía aérea: Hughes Airwest, una aerolínea regional ya desaparecida vinculada al multimillonario Howard Hughes. El avión iba a volar a lo largo de la costa oeste, haciendo algunas escalas en ruta.
A pesar del retraso y de las frustraciones de muchos de los pasajeros, había un ambiente alegre a bordo.
“Subimos al avión y todas las sobrecargos llevaban gorros de Santa Claus”, recuerda Cathy.
Cada vez que el avión aterrizaba, desembarcaba a los pasajeros y volvía al aire, se ofrecía a los viajeros restantes una ronda de bebidas gratis para disculparse por el retraso.
“Cada vez que subíamos, había otra bebida en mi bandeja”, dice Cathy. “Estábamos de un humor muy festivo”.
Cuando el avión hizo escala en Eugene, Millie y Debbie desembarcaron, no sin antes intercambiar sus datos de contacto con Cathy.
“Le dije: ‘¿Tienes planes para Nochevieja?’. Me contestó que no. Así que le dije: ‘Aquí tienes mi número de teléfono, no dudes en llamarme y eres bienvenida a quedarte en mi casa’”, recuerda Debbie.
“De pronto, tenía una amiga de mi edad”, dice Cathy.
Navidad y Año Nuevo
En Yakima, la familia de Cathy la recogió en el aeropuerto. Estaba encantada de verlos, pero el día de copas también le había pasado factura.
“Ni siquiera recuerdo haber bajado del avión”, dice riendo. “Cuando llegué a casa ya lo notaba”.
Cuando Cathy volvió a casa de sus padres, su hermano y su cuñada también estaban allí, con sus hijos pequeños. La familia había estado esperando la llegada de Cathy y deseaban intercambiar regalos.
Pero Cathy se quedó dormida en el sofá.
“Recuerdo a uno de los niños, no sé si de cuatro y seis años. Se acercó, se sentó a mi lado e intentó despertarme”, recuerda Cathy.
A la mañana siguiente, el día de Navidad, Cathy estaba sentada a la mesa de la cocina con su madre. Ya había dormido toda posible resaca y volvía a sentirse más humana.
“Bueno, ¿qué tal el vuelo, aparte de la bebida?”, preguntó la madre de Cathy.
“Conocí a unas personas muy agradables”, explicó Cathy. “Me dieron sus números. Creo que les llamaré cuando vuelva”.
Mencionó que Debbie la había invitado a pasar la Nochevieja.
“Eso es estupendo”, dijo la madre de Cathy animándola. “Deberías aceptar la invitación”.
“Sí, creo que lo haré”, dijo Cathy. “Me cayó muy bien”.
El resto del descanso festivo de Cathy en Washington transcurrió en una nube feliz de familia, comida y celebraciones.
Y cuando llegó el momento de regresar a California, Cathy se sintió más emocionada que aprensiva.
“Unos días antes pensaba que podría hablar con mis padres sobre la posibilidad de volver a casa. Y ahora me estaba planteando conocer a alguien y tener una amiga allí”, dice Cathy.
Debbie también estaba emocionada por volver a ver a Cathy. Nunca dudó de que Cathy se pondría en contacto con ella.
“Tuve una sensación muy cálida sobre nuestro encuentro. Y de alguna manera sabía que Cathy iba a llamar”, dice.
Convertirse en amigas
Cathy llamó y asistió a la fiesta de Nochevieja de Debbie. Después, Cathy se quedó a dormir, y al día siguiente experimentó su primer terremoto. Los terremotos son más habituales en California que en Washington, y a Cathy le desconcertó que Debbie se mostrara tan relajada al respecto.
“Me dice: ‘¿Qué hago? Y yo le dije: ‘Cathy, querida, no fue nada. Ya pasó. Siéntate y relájate’”, recuerda Debbie. “Desde entonces estamos conectadas”.
“El resto, como se suele decir, es historia”, dice Cathy. “Simplemente seguimos reuniéndonos”.
Después de conocer a Debbie, a Cathy se le abrió el mundo californiano. Debbie le presentó a su grupo de amigos.
“Poco después, un par de personas que tenían más o menos mi edad empezaron a trabajar donde yo, en primavera, y me hice amiga de ellas”, recuerda Cathy.
“Pero, sinceramente, Debbie y su madre fueron probablemente la razón principal por la que acabé quedándome en el sur de California, porque Millie me adoptó. Solía decirle a todo el mundo que era mi madre californiana”.
Millie llamaba a Cathy y la invitaba a cenar, y no la dejaba irse hasta que le llenaba las manos de tupperwares de comida para llevar a casa.
Mientras tanto, Cathy y Debbie salían y hablaban por teléfono entre una reunión y otra.
“Siempre había una excusa para ir de compras. No nos importaba adónde fuéramos. Incluso íbamos a Rodeo Drive, pero no comprábamos nada”, dice Debbie.
“No podíamos pagar nada, pero era divertido ir a las tiendas”, añade Cathy.
Uno de sus lugares favoritos era el estadio de los Dodgers de Los Ángeles. Las amigas se gastaban US$ 4 en los asientos de las gradas y el resto del dinero en los hot dogs de 10 pulgadas que llevaban el nombre del equipo de béisbol.
“Nos encantaban los partidos de los Dodgers, pero sobre todo nos encantaban sus bocadillos”, dice Debbie riendo.
A finales de 1976, Cathy planeó otro viaje a su ciudad natal. Decidió no volar esta vez, en parte para evitar más retrasos en los vuelos y en parte para ahorrar dinero.
“Así que le pregunté a Deb si quería hacer un viaje por carretera y venir a Washington conmigo a conocer a mi familia”, recuerda Debbie.
Las dos amigas se pusieron en marcha, planeando conducir toda la noche. Pero empezó a llover tanto que apenas podían ver la carretera. Y entonces se les pinchó una llanta.
“Nos pusimos a un lado de la carretera. Llovía a cántaros, entonces no había teléfonos celulares, nada. Estaba oscureciendo”, recuerda Cathy.
Afortunadamente, un amable transeúnte se detuvo y les ayudó a cambiar la llanta. No aceptó dinero en efectivo, así que Debbie y Cathy insistieron en que se llevara algunos de los muchos bocadillos y galletas que Millie había preparado para su viaje por carretera.
Para Debbie y Cathy, todo esto formaba parte de la aventura: los contratiempos del viaje eran bienvenidos, en lugar de motivos para desesperarse. Al fin y al cabo, eso era lo que las había unido en un principio.
Cuando por fin llegaron a Washington, los padres de Cathy recibieron a Debbie con los brazos abiertos.
El padre de Debbie había fallecido cuando ella era adolescente, y el padre de Cathy se convirtió rápidamente en una especie de figura paterna sustituta para ella.
“Quería muchísimo a sus padres. La primera vez que vi a su padre, me dijo: ‘Ven aquí, niña. Dame un abrazo’. Eran una familia encantadora”, dice Debbie.
Más adelante, Millie, la madre de Debbie, también conoció a los padres de Cathy. Siempre que la familia de Cathy estaba en la ciudad, se reunían con Millie.
“Su madre congenió con mis padres y ellos con ella”, dice Cathy.
“Estaba predestinado”, dice Debbie.
Conectadas de por vida
Cathy vivió en California durante los 17 años siguientes, y siempre mantuvo una estrecha amistad con Debbie. A principios de los noventa, ella regresó a Washington. Su empresa abrió una nueva división en Seattle: era una gran oportunidad de trabajo y además le permitía estar un par de horas más cerca de sus padres.
“Mis padres se estaban haciendo mayores”, dice Cathy.
Después del traslado, Cathy siguió siendo buena amiga de Debbie. Seguía yendo a California por trabajo con regularidad y solía hablar con Debbie por teléfono. Las dos amigas también salían de aventuras más allá de sus ciudades de origen.
“Hicimos viajes a Disneyland, Knott’s Berry Farm y un memorable viaje a Las Vegas para ver a Paul Anka”, dice Cathy.
Hoy, Debbie y Cathy están en sus 70. Hace más de 30 años que no viven cerca la una de la otra. Pero se han mantenido unidas y se han apoyado mutuamente durante todas estas décadas.
“Creo que la amistad hay que trabajarla”, dice Cathy. “No puedes darla por sentada. Y creo que las personas que han permanecido en mi vida son las que estaban destinadas a estar ahí. Creo que Debbie siempre estuvo ahí. Y por eso ha sido fácil para nosotras mantener la amistad”.
“Puede que no sea siempre una vez a la semana, pero siempre conectamos”, dice Debbie. “Nos acordamos de los cumpleaños de la otra: le llamo y le canto muy mal por teléfono. Hay que hacer un esfuerzo, pero creo que no tiene por qué ser algo masivo para seguir conectados. Envía a tu amigo una tarjeta de cumpleaños, o cántale mal por teléfono”.
En los últimos años, las dos mujeres han tenido amigos íntimos que han fallecido, lo que les ha hecho estar aún más agradecidas por los seres queridos que siguen en sus vidas, así como por los papeles desempeñados por los que ya no están con ellas.
Especialmente extrañan a Millie, la madre de Debbie, a la que siempre reconocen el papel que desempeñó en su encuentro en el aeropuerto.
“Hemos pasado por la muerte de la madre de Deb, de mis padres y de otros familiares a los que estábamos unidas, y ambas hemos tenido problemas de salud a lo largo de los años”, dice Cathy, que fue a visitar a Debbie para animarla tras una operación de cadera.
“Siempre sé que puedo llamar a Deb y hablar con ella. Y probablemente nos estaremos riendo cuando acabemos de hablar, lo cual siempre es bueno tener en una amiga, para que te saque de cualquier mal momento en el que te encuentres”.
Debido a problemas de salud, sin contar la pandemia de covid, las dos amigas no se han visto en persona desde hace algunos años. Pero Cathy está planeando un viaje a California en la primavera del año que viene.
“Puedo garantizar que cuando nos veamos, será como si hubiéramos estado juntas el mes anterior y volveremos a charlar y reírnos con facilidad”, dice.
Mientras tanto, las dos amigas no dejarán de charlar en Nochebuena. Es una especie de tradición que hablen por teléfono ese día, en parte para festejar y en parte para recordar.
“Cathy llamará y dirá: ‘Feliz Navidad. Feliz aniversario de la noche en que nos conocimos, en Nochebuena”, dice Debbie.
Este año se cumplirán 48 años de aquel encuentro.
“Está claro que fue el mejor retraso de vuelo”, dice Cathy.
“Ha sido una amistad maravillosa”, coincide Debbie.