Nota del editor: Rafael Domingo Oslé es profesor investigador del Centro de Derecho y Religión de la Universidad Emory y catedrático de Derecho de la Universidad de Navarra. Las opiniones expresadas en este artículo corresponden exclusivamente a su autor. Puedes encontrar más artículos de opinión en CNNe.com/opinion.
(CNN Español) – La Corte Suprema de Estados Unidos acaba de dictar una sentencia histórica en el caso Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization (2022) en la que declara que la Constitución del país no otorga el derecho al aborto, como venía afirmando el propio tribunal desde hace casi 50 años en la sentencia del caso Roe v. Wade (1973). El Supremo, de este modo, ha rectificado su propio criterio interpretativo rompiendo el blindaje constitucional al aborto y devolviendo su regulación al Poder Legislativo de los estados.
Se trata, sin duda, de la sentencia más controvertida y relevante en lo que va de siglo, no solo por sus muchas implicaciones en el ámbito del derecho a la vida, sino también en el derecho constitucional estadounidense en su conjunto. En el fondo, la propia Corte Suprema realiza una profunda autocritica al advertir de la falta de solidez jurídica de la sentencia revocada. Propio de un tribunal es reconocer derechos, protegerlos, garantizarlos, no crearlos de la nada. El poder de los jueces del Supremo estadounidense era desmesurado y había superado todos los límites razonables desde la lógica jurídica.
La historia de cualquier institución, por prestigiosa que sea, está repleta de borrones y manchas, de injusticias e inmoralidades. Por eso, las instituciones, para perpetuarse en el tiempo y mantener su prestigio social, necesitan purgar su pasado. La Universidad de Harvard, por ejemplo, ha creado recientemente un fondo de US$100 millones para compensar a los descendientes de los esclavos que poseyó en su momento.
La Iglesia católica ha pedido perdón y pagado miles de millones para indemnizar a las víctimas de los terribles abusos sexuales perpetrados por sus clérigos en los últimos 50 años. Hoy, la Corte Suprema ha redimido su historia reconociendo el grave error que cometió en 1973, cuando actuó más a modo de mago que de juez, al crear un pretendido derecho constitucional al aborto cuando la Constitución nada decía sobre ello. Se interpreta algo (la carta magna del país), pero se crea de la nada. Por eso, el Supremo no tiene capacidad creadora (como sí la tuvieron los padres de la Constitución) sino meramente interpretadora.
Con la sentencia del caso Roe v. Wade de 1973, quedó muy claro en Occidente que, a partir de ese momento, los jueces de los más altos tribunales tenían carta blanca para hacer cuanto quisieran, debido a la supremacía del poder judicial frente a los poderes legislativo y ejecutivo. Roe v. Wade entronizó el poder judicial y debilitó el sistema democrático en su conjunto.
De un gobierno del pueblo, que eso es la democracia, se dio paso, con esa y otras sentencias, a una suerte de gobierno de los jueces, que se contagió a las democracias occidentales y ha perdurado por decenios. La nueva sentencia coloca a la Corte Suprema en una posición mucho más humilde y discreta, a pesar del revuelo social causado, por lo que solo puede traer buenas consecuencias a EE.UU. y al mundo.
Por otra parte, la nueva sentencia constituye una buena oportunidad para revisar los argumentos que se están esgrimiendo a favor del aborto, muchos de los cuales han quedado obsoletos. Por ejemplo, el criterio jurídico de la viabilidad del feto para justificar el derecho al aborto, defendido en Roe v. Wade (1973), ya no es sostenible, y lo es menos cada día que pasa y la ciencia descubre la belleza y riqueza de la vida humana, siempre dependiente y vulnerable en cualquiera de sus fases.
Negar un derecho constitucional al aborto como hace la nueva sentencia supone una nueva apuesta por la vida humana en su fase más temprana y frágil. La vida humana, toda vida humana, es un regalo, un don, no a una persona en concreto, sino a la humanidad en su conjunto, que se expande. Por eso, nadie puede tener un derecho constitucional a terminar con la vida humana; sí, en cambio, un derecho a protegerla, cuidarla, a sentirse socialmente acompañada y protegida económicamente cuando se trata de un embarazo no deseado, incluso a entregarla en adopción una vez dada a luz. La relación entre madre e hijo no es una relación meramente bilateral: es una relación comunitaria, de toda una sociedad que se hace responsable solidaria de la carga que supone cualquier embarazo.
Por decenios, los ordenamientos jurídicos no han acertado en la regulación de la vida. Han permitido la marginación social, laboral y psicológica de la mujer embarazada. Han criminalizado el aborto encarcelando a la madre que lo practicaba (¡error de libro!). Posteriormente, dieron toda la libertad para abortar a la madre y permitieron que se desarrollara una poderosa e influyente industria en torno al aborto que ha generado suculentos beneficios económicos.
En mi opinión, ha llegado el momento de tratar el tema del aborto en su radicalidad y de acercarnos a cada embrión humano no como un algo sobre el que se tiene derecho, sino como un alguien tan biológico como sagrado, tan humano como divino, con una capacidad de amar, esto es lo determinante, similar a la nuestra.
El paradigma de la revolución de 1968 que trató de resolver el drama del aborto reduciéndolo, sin escrúpulos, a una cuestión de elección de la madre debe dar paso a un nuevo paradigma, mucho más humano y compasivo, que se acerca al aborto desde la solidaridad. Toda vida humana cuenta. No compete al ordenamiento jurídico otorgar la vida del embrión, sino protegerla. Todo ordenamiento jurídico que apuesta por la libre eliminación de la vida humana produce un derecho insolidario, antisocial, y profundamente inhumano. Si alguien tiene derecho a vivir es la misma vida, la vida humana en cualquiera de sus fases.
¡Viva la vida!