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Noticias de EE.UU.

El turno del ofendido

Por Camilo Egaña

Nota del editor: Camilo Egaña es el conductor de Encuentro. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.

Amo tu desnudez
porque desnuda me bebes con los poros,
como hace el agua
cuando entre sus paredes me sumerjo.

Los adolescentes de mi generación recitaban de memoria estos versos del poeta salvadoreño Roque Dalton  y cantaban, en algo parecido al inglés, lo que pasaba en ese Hotel California que a muchos les parecía el paraíso.

La Habana era entonces —y lo sigue siendo— una ciudad calurosa y cálida, que no es lo mismo; desvencijada y bella, ruidosa y nada provinciana. Yo recuerdo leer a Dalton con la misma fruición con que devoraba los ejemplares apolillados de las Selecciones del Reader's Digest. Yo tenía 15 o 16 años y esa revista era lo más cerca que yo había estado de la ‘’literatura subversiva‘’.

Luego, con los años, el lugar de la poesía lo ocupó la prosa más prosaica de la vida, ese texto en el que no cabe una sola metáfora “bonita” porque las estridencias de la realidad no lo permiten. Y un día alguien me dijo que Roque Dalton había muerto. Y otro día alguien me explicó que lo habían asesinado sus propios compañeros de ruta, los guerrilleros que luchaban contra la dictadura en El Salvador, y que lo hicieron “en nombre de la revolución” porque Roque era un criticón, un revisionista, un agente de la CIA y procubano.

El asesinato de Roque en 1975 es algo tan estúpido como atroz. Y peor aún si cabe, el manto de silencio con que se disimuló esa muerte en los medios más ortodoxos de la izquierda revolucionaria. El sigilo de los cómplices.

El hombre que ordenó el asesinato  de Roque, el exguerrillero Joaquín Villalobos, dijo que fue “un pecado de juventud”. No, pecado de juventud el mío que llegué a creer alguna vez  que los poetas y los roqueros eran intocables.