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OPINIÓN | "Creo que hubo paz" al final del último viaje del submarino Titán

Por Mike Reiss

Nota del editor: Mike Reiss es guionista de "Los Simpson" galardonado con un Emmy. Presenta el podcast de viajes "What Am I Doing Here?". Las opiniones presentadas en esta columna pertenecen exclusivamente a su autor.

(CNN) -- Viajé en el submarino Titán hace menos de un año, en julio de 2022. Conozco los estrechos confines del sumergible y comprendo la inmensidad del océano. Encontrar un submarino una vez perdido es como tirar una moneda al lago Erie y esperar recuperarla.

Sumergirse hasta los restos del Titanic fue una experiencia emocionante, sobrecogedora, única en la vida, pero la catástrofe nunca estuvo lejos de mi mente.

Antes de subir al submarino, firmé una extensa renuncia en la que se detallaban todas las formas en que este viaje podía matarme: asfixia, electrocución, ahogamiento, aplastamiento... la muerte se mencionaba tres veces en la primera página. Me despedí de mi esposa con un beso antes de partir, pensando que quizá no volvería a verla.

En resumen, el desastre formaba parte del paquete. No se trataba de una montaña rusa que solo daba miedo, pero que en realidad era bastante segura. El peligro era real. Y los pasajeros del Titán no eran buscadores de emociones, no eran paracaidistas ni turistas ricos que escalaban el Everest para presumir de ello. Eran exploradores y científicos, personas con una curiosidad infinita por el mundo que tenían que verlo con sus propios ojos.

Yo me incluyo en ese grupo. He visitado 134 países, algunos de ellos bastante peligrosos: Irán, Iraq, Corea del Norte. En mi última sesión informativa antes de subir al Titán, y fueron muchas, me dijeron: "Hay comida en el submarino, pero no pasarás hambre. Hay agua, pero no la necesitarás. Hay una letrina a bordo, y nunca se ha usado".

Y así fue.

El viaje era un regalo de cumpleaños para mi esposa: ella es una viajera intrépida, y aunque a mí me encanta una buena aventura, lo soy mucho menos. A mí me gusta sentarme en casa a ver películas de acción; a ella le gusta vivirlas. En cuanto al precio de la excursión, no me atreví a preguntar. Ella me aseguró que "obtuvo un buen precio".

La gran ironía de nuestro viaje es que, antes de subir al submarino, tuvimos que hacernos pruebas de covid-19. Yo di negativo, pero ella no. Era su idea y su aventura, pero acabé yendo sin ella.

Este submarino es ahora objeto de una intensa búsqueda tras desaparecer el domingo durante una expedición para ver los restos del Titanic en el fondo del océano. La empresa organizadora, Oceangate, dijo en un comunicado este jueves que parece que los pasajeros del submarino "lamentablemente perdieron la vida". Entre ellos se encontraban el empresario británico Hamish Harding, el buzo francés Paul-Henri Nargeolet, el multimillonario paquistaní Shahzada Dawood y su hijo Suleman Dawood. La quinta persona es el CEO y fundador de OceanGate, Stockton Rush.

Durante las 10 horas que duró mi viaje en el Titán, me sentí en un estado de concentración y calma sin precedentes. De hecho, a pesar de la emoción y la inquietud, me quedé dormido durante el descenso. Se tardan dos horas y media en descender los tres kilómetros y medio hasta el fondo del océano, y el submarino es silencioso, oscuro y sorprendentemente cómodo. Me desperté de la siesta pensando que estaba en casa, en la cama, y luego me di cuenta de que estaba en un tubo de acero a 5.000 metros bajo el mar.

Rápidamente me di cuenta de que estábamos en medio de una crisis: estábamos perdidos en el fondo del océano. Nuestra brújula giraba erráticamente. Las indicaciones que recibíamos de la tripulación de superficie que vigilaba el movimiento del buque no se correspondían con lo que veíamos. El Titanic, el barco más grande de su época, estaba a solo 500 metros, pero no podíamos encontrarlo en la oscuridad.

Al instante, los cinco que estábamos a bordo: un piloto, tres científicos y yo, un hombre sin conocimientos ni formación particular, nos convertimos en un equipo. Estudiamos mapas, introdujimos datos en la computadora, miramos por el ojo de buey en busca de pistas sobre nuestra ubicación. Nos llevó tres horas, pero encontramos el Titanic.

Estoy seguro de que ese era el estado de ánimo de las cinco personas a bordo del Titan en su último viaje. No habría habido pánico a bordo, ni lágrimas ni recriminaciones, sino pura concentración en la crisis que se avecinaba. Y si todo eso fallaba, creo que había paz. El submarino es un entorno similar a un útero; la inmersión es una experiencia zen.

Una cosa que me ha reconfortado esta semana es saber que Rush estaba a bordo del submarino. Él construyo el Titan desde cero. Estoy seguro de que exploró todas las posibilidades de rescate, sin perder nunca la calma, creando una sensación de tranquilidad entre la tripulación. A pesar de la imagen que se ha dado de él en algunas noticias, era metódico y estaba obsesionado con la seguridad. Su libro favorito era "The Checklist Manifesto", y sí, trata del arte y la ciencia de escribir listas de comprobación. Insistía en que lo leyera, y yo sabía que no lo haría ni en 1.000 vidas.

Pero con este pensamiento reconfortante, por supuesto, viene la tristeza: por los pasajeros, por sus familias, por los sueños de la empresa de submarinos Oceangate. Si perdimos a Rush, entonces perdí a un amigo. Pasé dos semanas con él en diferentes expediciones. Y entre reuniones informativas, sesiones de entrenamiento y esas interminables listas de comprobación, nos divertimos. Pude disfrutar de sus infinitas anécdotas, chistes malos y puros cubanos. Era guapo, encantador, brillante y vivió la vida que todo niño de 8 años podría desear: fue científico de cohetes, piloto de avión, inventor y capitán de submarino.

Rush era un gran soñador estadounidense, y sus sueños eran contagiosos. Me alegraba que me atraparan. Tenía una visión imposible, pero la hizo realidad una docena de veces. Finalmente, se le acabó la suerte, como siempre ocurre.

He visto cómo los medios pasaban de la conmoción a la esperanza y, cuando esta se desvanece, a la culpa. Pero cuando alguien muere escalando el Everest, no siempre es culpa de las cuerdas o de las herramientas, ni siquiera del sherpa que lo llevó hasta allí. A veces hay que echarle la culpa a la montaña.